NACIONAL
Natalia Segura
En los últimos tiempos, el terrorismo (tanto el de carácter «nacional» como el «internacional») ha vuelto a convertirse en el asunto «estelar» de los discursos (y discusiones) de los partidos políticos. De nuevo es el gran problema social, político, moral y jurídico sobre el que giran más noticias y comentarios de los programas «serios» de los medios (pues en nuestra sociedad del espectáculo, los programas que más espacio ocupan y gozan de mayor seguimiento social son los de la «prensa rosa» y la prensa deportiva, otra demostración de cual es la escala de «valores» de esta sociedad).
Pero, una vez más, podemos comprobar que la cantidad no es, ni mucho menos, sinónimo de calidad. Pues aunque éste sea el problema «serio» sobre el que más se ocupan (de hablar) los políticos, los periodistas y las masas agitadas y movilizadas por éstos, y aunque todas las instituciones públicas y medios de difusión se representan, a sí mismos, como contendientes de una «Guerra contra el Terrorismo» (tanto el de «montañas cercanas» como el de «montañas lejanas», como clasificó José María Aznar) prácticamente nadie ha encarado este terrible fenómeno como se merece. Una de las excepciones, en esta situación general en la que se habla mucho de un problema, y de la «lucha» contra ese problema, pero sin atender el aspecto fundamental de los mismos, significó ciertas editoriales del boletín informativo «Libertad», y más concretamente la del número 11 «¿Guerra contra el Terrorismo?», que rescatamos ahora del olvido.
Sólo existe un terrorismo: el que se ejerce en contra
Como precisa el «Código Penal de la Democracia» de nuestro país (resultado de la Reforma Belloch) nadie debe olvidar que cualquier campaña criminal para provocar el terror (como asesinatos y secuestros) cuyo objetivo sea el establecimiento, o la defensa, del actual régimen, no es terrorismo. Por eso el GAL no era terrorismo, puesto que no se hacía contra la Democracia, sino a favor de ésta. La «guerra sucia» practicada por las juntas militares argentinas no podía ser terrorismo, ya que se hacía en nombre de la Democracia. La licencia que tienen (y utilizan) los agentes de los EEUU para secuestrar, asesinar y torturar en cualquier parte del mundo no constituye terrorismo al ser acciones cometidas para defender «el estilo de vida americano». La amenaza de Tony Blair de lanzar bombas atómicas sobre Iraq si sus tropas hallaban mucha resistencia invadiendo esa nación, no era terrorismo porque los británicos son una potencia democrática. Los asesinatos del estado sionista no son tampoco terrorismo porque se ejecutan para defender un estado democrático...
Así pues, para los políticos y para los juristas, el terrorismo no se define por el empleo de acciones o métodos de terror, sino por sus fines. Si se aterroriza para defender el sistema, o el régimen, no es terrorismo. Si se ejerce para «desestabilizar» o para «dañar la democracia», sí lo es. Esta es la idea que apoyan (y donde se apoyan) prácticamente todos los políticos, todos los juristas y la mayor parte de los medios de difusión de masas.
El gran discurso de los creyentes:
Como han hecho siempre, los medios de difusión nos repiten, en formas diferentes, la misma «cantinela»: el consabido discurso que lo que les diferencia de sus enemigos, crueles y despiadados (ya se da por sentado que ni el sistema ni sus agentes son crueles ni despiadados), es que otros, los enemigos de la «Democracia» viven predicando el odio, el extremismo y la violencia, mientras los buenos demócratas, por definición, fomentan la concordia, la moderación y la paz. Es el discurso de hoy, de ayer, de antesdeayer... el discurso de siempre.
Pongamos como ejemplo (irónico) uno de los más conocidos de las últimas décadas: los espectadores de todo el mundo han visto durante más de sesenta años como en todas las películas sobre la II Guerra Mundial, los productores y guionistas de la Gran Industria de Manipulación de las Masas (el cine) han derrochado virtudes de comprensión, mesura y reconciliación con los que perdieron esa guerra (extremistas, a los que sólo les movía el odio y el culto a la violencia, como todo el mundo sabe); todos sabemos que gracias a los buenos demócratas, cualquier representante de los vencidos ha podido defender sus posturas en las tribunas, exponerlas en aulas de universidad y vender sus libros sin problemas, sin temor a ser agredido de hecho o perseguido por derecho, sin miedo a que le secuestren los libros, porque los demoliberales han predicado el pluralismo de opiniones y la convivencia entre los seres humanos; todo el mundo sabe que la policía «democrática», el estamento docente «democrático», la prensa «democrática» y los políticos «democráticos», se movilizan de inmediato para amparar la libertad de expresión, incluso, de los enemigos de la libertad, de la concordia y de la convivencia que caracteriza nuestro sistema; sabemos que, aún aborreciendo las ideas antidemocráticas, los buenos demócratas se mueren de ganas de morir para defender la libertad de los que no piensan como ellos (cada semana la prensa nos revela un demócrata que sacrifica su hacienda y su integridad física para que no repriman la libertad de los enemigos de la libertad: la lista es enorme).
Como advertimos era un ejemplo irónico, quizás extremo, pero suficiente para demostrar cual ha sido la práctica del gran discurso de los creyentes.
El gran disgusto de los creyentes:
Los buenos demócratas se muestran en público muy apenados, tristes y frustrados, anunciándonos que, pese a todos sus bonitos discursos de concordia y paz universales, pese a todas sus campañas de concienciación, pese a sus continuos esfuerzos y sus métodos ejemplares... los enemigos del sistema siguen en sus trece de fomentar la violencia, el odio y los ataques a la libertad. Y ante eso los creyentes en las bondades del sistema se dividen en dos tendencias:
- la de los «buenos demócratas con mala conciencia» que al tiempo que se lamentan que la bondad del sistema no convenza a los «fanáticos», conceden que algún mal habrán provocado los occidentales para ser tan odiados, y que habría que insistir en «líneas moderadas».
- y la de los «buenos demócratas recelosos de su bondad», que también reconocen que algo malo ha hecho Occidente: sí, la de «mostrarse débil», la de «tener demasiados complejos» y la de «conceder razones» a los que se han revuelto y movilizado contra el dominio del «Mundo Libre». Como ejemplo de cuán razonables son los patrones democráticos, sentencian que todos sus enemigos carecen de razones para luchar contra las potencias occidentales, y que, si se ponen en contra, es porque son tremendamente malvados, fanáticos resentidos que no quieren aceptar que todo lo malo que les ocurre (incluyendo las bombas que lanzan los norteamericanos, británicos y sionistas) es por culpa exclusiva de ellos.
En resumen: mientras los primeros, los demócratas con mala conciencia, presumen que la «Grandeza del sistema» reside en su «bondad» y «generosidad» hasta con sus enemigos, los segundos, los «recelosos de su bondad», repiten que «el mal del sistema reside en que es demasiado bondadoso con sus enemigos políticos», es decir, que el problema consiste en que no es más represivo e implacable.
El gran sacrificio de los creyentes:
Como en los roles del «poli bueno y poli malo», o los ejercicios del «bando azul con bando rojo» en las maniobras militares, los buenos demócratas se apuntan a interpretar un papel o el otro. Pero en esta división de papeles, los demócratas con mala conciencia, cuando las cosas se ponen feas, dan vía libre a los demócratas recelosos de su bondad, que los acusan de «débiles», «ilusos» e incluso de «cómplices» a todos los que intentan comprender (comprender, que no justificar) no sólo los motivos para cometer matanzas terroristas, sino siquiera las razones para oponerse al dominio y a las acciones occidentales. En el primer papel quedan muchos «ingenuo-pacifistas» profesionales, encantados en el rol de «buenas personas». En el segundo se van apuntando los «realistas», los que (por supuesto) también creen mucho en los mismos «valores de libertad, de moderación, de derechos humanos, de concordia y de paz», pero que argumentan «el enemigo no nos deja ser tan buenos como desearíamos» («Nos gustaría cerrar Guantánamo, pero no podemos» -como dice Bush-).
Así que no queda más remedio -dicen compungidos los «creyentes» en las bondades del sistema- que, para defender la libertad, las instituciones tengan que acabar con las libertades; no queda más remedio que, para combatir el terrorismo, gobiernos y prensa «responsables» deban meterle más miedo en el cuerpo a la «opinión pública», para no permitir que la gente «se relaje», se olvide de vivir con miedo; no queda más remedio que, para combatir el odio, haya que señalar como terroristas potenciales a todos los que se opongan o piensen diferente de lo que el sistema marca como «correcto»; no queda más remedio que, para combatir el fanatismo, se deba criminalizar todo lo que resista, y tratarlo como «Eje del mal infinito»; no queda más remedio que, para combatir la violencia, haya que intensificar las detenciones abusivas, los encarcelamientos sin pruebas, los asesinatos selectivos, las bombas sobre poblaciones, y emprender o amenazar con «guerras preventivas», incluso con armas de destrucción masiva (y todos sabemos quienes son los que tienen montones de ellos)
¿Recordamos el siniestro lema del «Ingsoc» de «1984»: «la guerra es la paz», «la esclavitud es la libertad», «la ignorancia es la fuerza»...? Pues esto es lo que sucede en la Guerra contra el Terrorismo.
La posición de los socialistas patriotas
Los socialistas patriotas no somos ingenuo-pacifistas (ni profesionales ni aficcionados) sino beligerantes, sabemos muy bien quien es el principal enemigo... y lo decimos.
En esta «Guerra contra el Terrorismo», los socialistas patriotas no mantenemos una «equidistancia» ni nos vemos neutrales, sino que tomamos partido, y lo hacemos contra la agresión, el terror y la mentira, y para los socialistas patriotas el gran motor mundial de las agresiones, del terrorismo y de las mentiras, es el mismo desde hace tiempo: el mundialismo (podríamos añadir «occidental», pero es que no existe más mundialismo que ése) encabezado actualmente por los Estados Unidos. Las otras agresiones, los otros terrorismos, las otras mentiras, son auxiliares que van a remolque o terminan haciéndole el juego al mundialismo: hoy el terrorismo neosalafista, ayer el totalitarismo rojo, antesdeayer el chauvinismo nazi... Para los socialistas patriotas, Bush y Ben Laden están en la misma orilla. La diferencia es que el primero es el principal representante «legal» del Poder con mayúsculas, tiene la maleta nuclear, se halla al mando de la mayor potencia económica, tecnológica y militar de todos los tiempos, mientras el segundo es el patrocinador «ilegal» de una red clandestina que se esconde en alguna gruta.
Los socialistas patriotas no somos ilusos, sino personas conscientes que no podemos dejarnos distraer con falsas resistencias y que nuestra obligación es denunciar la cruda realidad: el mundo no asiste a una «Guerra contra el Terrorismo», sino a una Guerra Terrorista contra el Terrorismo, del Terrorismo consigo Mismo y del Terrorismo como Coartada, donde las víctimas son los pueblos, y los verdugos todos aquellos que han provocado esta guerra sucia para consolidar su hegemonía y sus negocios globales.
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