ORIENTACIONES
Nación y Patria (II)
Sobre la realidad histórica de España
Como anunciábamos en el editorial anterior, exponemos un sintético resumen de la realidad histórica de España. Habíamos señalado que los procesos desarrollados en el interior de toda nación, en el curso de los siglos, tienen un carácter complejo, se resienten de factores e influencias múltiples que, en ocasiones, se han armonizado, y otras, en cambio, han chocado o se han neutralizado recíprocamente. Quien ha constituido la fuerza predominante en una época determinada, puede haber pasado luego al estado latente, y viceversa.
Habíamos denunciado que un simplista, anticuado y antinacional historicismo ha pretendido reducir la historia de cada nación a un desarrollo lineal. Es completamente absurdo considerar una nación como un bloque único en el tiempo que no admite revisiones. Una visión libre de prejuicios no sólo sabe reconocer, en la historia de cualquier pueblo o conjunto de pueblos, posibilidades múltiples e incluso contrapuestas entre sí, que, en cierto modo, reflejan otras tantas «tradiciones» nacionales, sino que también se da cuenta de la importancia práctica que tal reconocimiento tiene para la acción para hoy y para mañana.
En tal sentido habíamos adelantado que lo más importante para el Socialismo Patriótico era tomar conciencia de un hecho histórico que un grupo de camaradas resumió así: «Pero si existe una continuidad nacional y popular en España, ha existido históricamente fuerzas y poderes que han impedido que la idea de Patria haya arraigado entre las masas españolas, del modo y manera más genuino a nuestro carácter y a nuestras necesidades»
I) Conclusiones de nuestro editorial anterior
1) Por una cuestión de principios, el Socialismo Patriótico rechaza radicalmente cualquier reivindicación de esencias nacionales o metafísicas de España. Nosotros afirmamos que España es una realidad política, histórica y estatal.
2) Por una cuestión de reconocimiento de «nuestras circunstancias», el Socialismo Patriótico rechaza oportunamente cualquier ensalzamiento «sin complejos» de «esta gran nación» pues actualmente no hay motivos para alabarla, así como rechaza necesariamente cualquier «complejo de culpa» o reniego del pasado. «Que el pasado no sea ni peso ni traba, sino afán de emular lo mejor». España es resultado de una historia, y existe dentro de una continuidad política y social.
3) El Socialismo Patriótico afirma que esa continuidad histórica de España jamás ha sido unívoca. No ha existido ninguna pérdida del «sentido español» «único y verdadero» simplemente porque no ha existido jamás tal sentido «único y verdadero». España no es una realidad esencial, es una realidad histórica sujeta a cambios, transformaciones, éxitos, derrotas, antagonismos y convergencias internas y externas
II) Resumen de la realidad histórica de España:
Decimos que España es una nación, o una conjunción de pueblos, que desde su constitución hace cinco siglos, ha conocido, como otras naciones, la acción de fuerzas y corrientes diversas. Durante una larga época las fuerzas que tenían el «predominio general» fueron la Monarquía y la Iglesia al servicio de una causa imperial y una causa de expansión y contraofensiva religiosa. España formaba parte de una reunión de reinos encabezados por los Habsburgos, que coexistían con oligarquías nobiliarias, clericales y patriciados locales que gestionaban el poder inmediato en territorios convertidos en cotos cerrados administrativos y socio-económicos. En todos esos reinos, nobles y clérigos estaban libres de «pechar» con los impuestos. En ciertos reinos las oligarquías gozaban de amplios poderes jurisdiccionales que llegaban incluso, en algunas zonas, a ser penales a costa del pueblo llano. En eso consistían esas mitificadas «libertades y tradiciones nacionales respetadas» en «Las Españas de los Austrias».
Con el cambio de dinastía en 1700, España fue separada de otros reinos europeos y se impuso como fuerza predominante el Poder real absolutista que acabó con buena parte de aquellos poderes jurisdiccionales y privilegios oligárquicos. Las castas nobiliarias y eclesiásticas perdieron cuotas de poder directo local, a nivel «singular». Pero la Nobleza mantuvo privilegios económicos y administrativos a nivel «general», el Clero mantuvo sus prerrogativas, y la fuerza predominante en la España de los primeros Borbones, el Palacio absolutista, no dejó de considerar los reinos como inmuebles de la Familia y tratar a los españoles como rebaños de los reyes, bienes objeto de compraventa y permuta.
La Guerra de Independencia de 1808 desató la emergencia de poderosas líneas contrapuestas en España: frente al despotismo absolutista se levantaron el liberalismo y el tradicionalismo, que a su vez se enfrentaron entre sí durante el siglo XIX (con cuatro guerras civiles nada menos). Y para aplacar los choques entre tradicionalistas y liberales, surgió inmediatamente otra «tradición española» -la «apaciguadora»- que pone todo su empeño en anestesiar la conciencia de los españoles y fomentar la mediocridad, el conformismo y el apoliticismo nacional. Es decir, basta un vistazo sin estereotipos para comprender rápidamente que España ha sido otro proceso histórico del planeta que tampoco ha sido una «unidad unidireccional en el tiempo».
En España, al despotismo monárquico le sucedió en 1833 la oligarquía, que se convirtió en dueña indiscutible del poder político, social y económico durante un siglo. Ese poder y la España derivada de ese poder fueron contestados, primero por el tradicionalismo, y luego por el republicanismo, el socialismo sindicalista y el anarquismo, a los que podemos sumar el minoritario y contradictorio regeneracionismo. Recordamos que durante un siglo España fue una nación en vías de modernización marcada como la mayor parte de las naciones hispanoamericanas: una nación sometida a los intereses y la voluntad de las fuerzas liberales -«moderadas/ conservadoras» o «progresistas»- y que el estado español fue el marco de esa nueva oligarquía central (y locales) de tipo burgués que nació confiscando tanto los bienes comunales de los municipios como los bienes de las instituciones que sostenían la única asistencia social existente (la Iglesia), y que ofreció las riquezas de España a las inversiones financieras de Inglaterra y Francia.
Consideramos que una de las causas del fracaso de las rebeliones del tradicionalismo español, mayoritario en el pueblo durante décadas, fue la cerrazón intelectual del bajo clero que lo sostenía, como también vemos que gran parte del alto clero ofreció, como la Monarquía, su manto protector a la oligarquía. Recordamos que en 1868 estalla una rebelión de signo diferente al carlista, que tras un corto reinado, desembocó en una república parlamentaria que con sus experimentos demagógicos y ocurrencias utópicas sumergió a la nación española en un enorme desorden.
El hartazgo provocado por aquel desorden favoreció la Restauración del poder de la oligarquía, con sus partidos ya más «centrados». La España de la Restauración tuvo la asistencia decisiva de la Monarquía y de la Iglesia, situación que se mantuvo hasta 1931, pese a varios intentos regeneracionistas por parte de algunos gobiernos que no cuajaron. No se puede esconder que la España de la II República significó el apogeo del sectarismo progresista español, equivalente al cerrilismo mostrado por la derecha monárquica y clerical nacional, y que el fracaso rotundo de aquella república desembocó en la confrontación abierta entre las fuerzas con mayor empuje popular, fuerzas, todas ellas, que acabaron con una desgraciada república que los propios republicanos dejaron de defender: por un lado se movilizaron las fuerzas revolucionarias emergentes, socialistas y anarquistas principalmente; y por el otro las derechas católicas contrarrevolucionarias, auxiliados por los reaparecidos tradicionalistas (que ya se posicionaban como contrarrevolucionarios ante la revolución liberal) y a los recién surgidos falangistas (tan contradictorios como el regeneracionismo).
Reconocemos sin ningún problema que todas estas fuerzas contaban con apoyos populares, fueron enteramente españolas, y luchaban por modelos o proyectos distintos para España, o mejor dicho: luchaban en contra de ideas de España y «tradiciones» adversarias que les parecían completamente odiosas. La inmensa mayoría ni eran «correas de transmisión de las Internacionales Rojas», ni «ultramontanos del Vaticano», ni «cipayos del Eje».
No podemos olvidar que el ganador de aquella confrontación total fue un militar que impuso una dictadura férrea y que, sin entrar en más juicios sobre su mandato, y sobre las circunstancias y necesidades que tuvieron que cubrirse en una nación físicamente derruída y moralmente aplastada, sí recordamos que aquel régimen identificó España con la adhesión inquebrantable a esa dictadura y con una visión unidireccional de la historia de España. Todos los opositores a la dictadura y los discrepantes de esa interpretación sesgada de la historia nacional fueron asimilados artera y estúpidamente a la Anti-España, y tal asociación abusiva generó en muchos españoles un rechazo indiscriminado e injusto, pero comprensible, a la mera idea de España.
Pues una vez más afirmamos sin concesiones que España entera es, y sólo puede ser, el marco común e irrenunciable de todos los españoles, y ninguna fuerza, política o social, religiosa o económica, nacional o local, tiene legitimidad para presentarse como la única España o la verdadera España. E igual que ocurre con España, ocurre con todas y cada una de sus regiones, comarcas o islas: absolutamente nadie tiene base ni legitimidad alguna para mostrarse como los representantes genuinos de una parte de España.
A España, como a cualquier pueblo (español o no español) debe reconocérsele su misma diversidad no sólo en el «espacio de los territorios», sino en el mucho más notable y bastante más interesante «espacio socio-político», no sólo por sus «hechos diferenciales» locales, sino sobre todo por sus diferencias entre tipos de grupos y personas, diferencias transversales mucho más reales que las primeras. Al mismo tiempo, a España, como a cualquier pueblo, se le debe reconocer no sólo características distintivas con otros pueblos, sino asimismo características comunes con los otros, pues en el mundo y en la historia tampoco existen (ni pueden existir) compartimentos estancos entre las naciones. No ha sido así ayer, y menos lo es hoy.
Pero a España no sólo se la puede comprender por la variedad de sus «espacios» presentes, sino también por la diversidad de sus «tiempos» pasados. Todas las concepciones e interpretaciones de España (o de cualquier región española) que las asocian necesariamente a una identidad independiente de la historia o de la voluntad, a un desarrollo lineal en la historia, o a una forma siempre cerrada por dentro y siempre «separada» del exterior, no sólo son completamente falsas sino que provocan el separatismo territorial entre los pueblos y, aún peor si cabe, el separatismo interior en cada territorio. Es el separatismo entre la «verdadera España» y los «heterodoxos» de la «anti-España», entre los «vascos de verdad» y los «vascos de pega», entre los «catalanes normalizados» y los «catalanes anómalos». Cualquier separatismo (y nos da lo mismo que sea presentado como «democrático» o «totalitario») implica el artificioso antagonismo étnico, la exclusión y el uniformismo empobrecedor. Cualquier separatismo acarrea el terror (de «alta» o «baja intensidad») el etnocidio y la asimilación forzosa.
Reconocer la realidad histórica compleja y contradictoria de España es lo que corresponde a una visión completa, integral, a la vez unitaria y plural, del mundo. Nos llama mucho la atención esas tribunas y sectores que presumen defender la unidad de España al tiempo que dicen defender la diversidad de sus regiones en el «espacio territorial», pero siguen rechazando fanáticamente, por ejemplo, la asunción de cualquier «diversidad en el tiempo». Para el Socialismo Patriótico reconocer la «diversidad en los espacios» (territoriales y transversales) como valor especial que contribuye a la riqueza de toda la nación y de cada región española (y a la riqueza de la misma especie humana) nos lleva también a reconocer la «diversidad en los tiempos». Por eso asumimos una historia nacional «donde el pasado no es peso ni traba sino afán de emular lo mejor». Como decíamos al principio, no sólo debemos apreciar en la historia de cualquier pueblo (o conjunto de pueblos) cursos diferentes e incluso contrapuestos entre sí, que reflejan otras tantas «tradiciones» nacionales, sino que nos hemos de dar cuenta de la enorme importancia práctica que tal reconocimiento tiene para la acción en el presente y en el futuro.
Y si como insisten sobre todo las escuelas históricas de la derecha (integrista, conservadora o liberal) España entró en decadencia en el pasado, ello fue precisamente, en un primer momento, responsabilidad de las castas rectoras políticas y religiosas, que no quisieron, o no supieron, dar con los resortes nacionales de movilización, ya que para ellos España era el patrimonio familiar-eclesiástico de tales castas. Y después ha sido debido a la oligarquía y el «Partido Único de la Burguesía», tanto en su ala Nacional-Conservadora como Socio-Progresista, que han abrazado y han impuesto «la más denigrante concepción burguesa de la existencia».
Y esto nos llevará a exponer, dentro de unos días, una breve visión de la España actual: la nacida con la II Restauración Borbónica.
1 comentario
Resistencia -
El discurso político-ideológico de la derecha española, desde luego, no puede ser reabsorbido por un "sincretismo neopagano" iluminista e iluminado que ni siquiera tiene viabilidad en su propio país.
Sólo puede ser enfrentado, y eventualmente derrotado, por otro discurso surgido de una realidad distinta y de una distinta lectura de la propia historia nacional