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ORIENTACIONES

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«Nos ha sido negada la nacionalidad...»

Consideramos interesante traer a nuestro portal unos pá­rra­fos es­cogidos del ensayo editado en Venezuela hace un cuarto de siglo («Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario») escrito por Carlos Ran­gel, que trata sobre determinados asuntos vigentes, además de su in­terés histórico (versa sobre la realidad hispanoamericana y los mitos proyectados desde el resto de Occidente que la han deformado ayer y hoy).

No es un ensayo «pro re­volucionario». Habla de los fracasos de las naciones que sur­gie­ron de una revolución emancipadora (la de principios del XIX frente a España), e in­daga en los motivos de tales fracasos compa­rán­do­los con unos Estados Uni­dos donde, por lo menos, sí sol­ventaron muchos as­pec­tos (pues algunas virtudes debe tener el diablo para haber lle­gado a donde ha llegado) que no han podido resolver los his­pa­noameri­canos, hecho que no dejado nunca de golpear el alma de estos pue­blos.

Aunque hayan sido escritas en otro continente y hace un cuarto de siglo, apa­re­cen re­fle­xiones interesantes sobre asun­tos que, como acabamos de indicar, no afectan sólo a un tiempo y lugar ¿Pues acaso señalar los efectos de los mitos pro­yectados sobre la rea­lidad, o hablar sobre el desapego de las clases diri­gentes y me­dias por sus naciones, no son temas vigentes?¿O tratar sobre las consecuencias de la in­mi­gración en una socie­dad inverte­brada, o averiguar las causas del por­qué en unos sitios se con­si­gue, pero en otros no, comprometer a pueblos de pro­­ce­den­cia diversa en una misma patria (es decir, que se sientan liga­dos en una misión común) son asuntos que no nece­si­tamos consi­de­rar en España en estos momentos?

Exponemos ya las líneas escogidas:

Las ciudades parásitas de Hispanoamérica

(...) En todo caso, aún sin idealizar el «hinterland» hispa­noa­me­ricano, donde no reside nin­guna especial virtud, aún sin caer en el telurismo fascistoide y aún apartando toda ter­gi­ver­sación buen­salvajista, es obvio que las grandes ca­pi­tales macro­cefálicas concentran y ex­hiben hasta un grado escandaloso los síntomas del desequilibrio profundo, psí­qui­co y es­truc­tural, de la sociedad his­panoa­mericana.

Son los habitantes de estas ciudades, ya nacidos en ellas, ya inmigrantes de las zonas ru­ra­les, o de ciudades pro­vin­ciales, o del extranjero, quienes, moldeados por ellas, mues­tran crudamente (y a veces hasta jac­ta­cio­sa­mente) un «no tener raíces, ni en la tierra ni en el cielo; no sentir amor, simpatía, ni afecto por nuestro ve­ci­no des­conocido... No sentir que somos un pueblo, una mi­sión, una tarea, un destino» (Ezquiel Martínez Estrada, Exhor­ta­ciones, 1957).

Los inmigrantes europeos no hispánicos, por ejemplo, quienes tanto han contribuido a lo más valioso hispano­americano, rinden sin embargo menos en Hispanoamé­rica, ellos y sus hijos, de lo que debieran, por no poder escapar a la intuición de lo que sig­nifica mudar­se aquí, desenvolverse aquí. De haber desem­bar­cado en los Es­ta­­dos Unidos hubieran senti­do (como de hecho sin­tie­ron otros hombres en todo iguales a ellos, de pro­ce­den­cia seme­jante: italianos, irlandeses, griegos, judíos de la Europa central o rusos, etc.) que se incor­poraban a un sistema sólido y viable; pero al lle­gar a Hispanoamérica van a sentirse desin­corporados de sus so­cie­dades de origen, «carentes de toda disci­plina interior, desa­rraiga­dos de sus sociedades europeas nativas, dentro de las cua­les habían vivido, sin percatar­se de ello, disciplinados mo­ral­mente por su participación en una vida colectiva, estabili­zada e in­tegral» (Ortega y Gasset) y a la vez no insertos en un nuevo y distinto «sistema de incorporación».

Ese no sentirse, cada cual, parte de un todo y comprometido con un destino colectivo que, para Ortega y Gasset, marca la de­ca­den­cia de las sociedades hispá­nicas, en Hispa­noa­mé­rica va a con­tagiar hasta a los in­migrantes pro­ce­dentes de las so­cie­dades más solida­rias y mejor estructuradas. Y tales alie­nación y de­sape­go, con sus consecuencias, en la forma de com­porta­mientos no soli­darios, egoístas, serán tanto más pronunciados cuan­to más alto en la escala social y cultural se en­cuentre el habitante de His­pa­noa­mérica.

En correspondencia con la observación, tan aguda, de Ortega, los precursores, los que dan el tono que luego va a contagiar a todos los inmigrantes posterio­res, vengan de donde vinieren, habrán sido los con­quistadores y los colonizadores españoles. En la base de la pirámide de castas que fue el Imperio Español de América. Los indios, los negros y los «pardos», no es extraño que no se hayan sentido parte de la sociedad, porque, efectiva­men­te, no lo eran, salvo en la medida en que la Iglesia haya podido, como afirma (creo que ex­ce­siva­mente) Octavio Paz, hacerles suponer que exis­tiera para ellos un lugar de alguna manera dig­no y de alguna manera significativo en el orden cósmico cristiano. Ese «proleta­riado interno» no requería mayores estímulos para convertirse, en la primera oportunidad (que vendría con las guerras de Inde­pen­dencia) en un po­tente factor de muy merecida desinte­gración, tre­men­damente virulento por estar inserto en la parábola de de­ca­dencia que venía describiendo la sociedad espa­ñola y con ella la sociedad hispanoamericana.

Pero lo que no podrán concebir, por razones obvias, las castas inferiores del Imperio Es­pañol de América, que van a ser el «pueblo» de las repúblicas inde­pen­dientes sucesoras de ese Im­perio, es su desvinculación física del marco geográfico en el cual se en­cuentran insertas. No podrá haber entre ellos proyectos de «in­diano». Ninguna aldea de Extre­ma­dura o de Andalucía los vió partir, ni espera su regreso. En cambio cada descubridor, cada conquistador, cada colono español habrá sido un «indiano» en potencia. Y en el tope de la pirámide, los Virreyes, Capitanes Ge­nerales. Intendentes, etc., durante los tres­cientos años del Im­perio, y a pesar del alto grado de homogeneidad que Ilegó a existir entre la Metrópoli y las provincias americanas, serán siempre «penin­sulares»: no habrán nacido, no habrán sido edu­cados, no van a pasar a retiro, ni a ser sepultados en tierra ame­ricana.

Los «criollos» serán, pues, los descendientes de quienes terminaron quedándose en América cuando hubieran ­preferido volver, ricos, a España. Y hasta hoy, en cuanto un his­panoame­ricano deja de ser «pueblo» y, en caso de no ser ya habitante de la capital, se mu­da a ella o establece allí su residencia principal, no es que deje de sentirse solidario (que nunca lo ha­brá sido enteramente) del tejido social, sino que toma conciencia de no estar irreme­dia­ble­mente ata­do a ese tejido, de estar preso (como sí lo está el «pueblo») de su circunstancia social y geográfica. Habitará el paisaje y la socie­dad como quien habita una vivienda alqui­lada y él mismo se senti­rá como un inquilino, vale decir como alguien que mañana puede abandonar ese sitio, o ser desalojado.

Ese desapego está hecho en parte de egoísmo e in­dividualismo hispánicos, en parte de desprecio de «in­diano» por «las Indias», pero en parte también por la experiencia, ya casi atávica, de que en la sociedad his­panoamericana se pasa fácilmente de la «bue­na situa­ción» (inclusive la participación en el poder) al os­tra­cismo y al exilio.

«Como si fuéramos únicos y estuviéramos solos»

Eternos exilados en potencia, y en cualquier caso exilados espi­rituales aunque nunca lle­guen a perder pie (y un poco más con cada generación de «buena situa­ción») los miem­bros de los gru­pos hispanoamericanos dominantes normalmente retienen una por­ción im­por­tante de sí mismos al margen de la sociedad, de la cual forman parte sin integrarse to­tal­mente a ella. Y esa re­tención puede ser de «haberes» (propiedades o cuen­tas bancarias en.el ex­tran­jero) pero también de esfuer­zo, com­pro­miso, autenticidad y civismo.

Y este «egoísmo», este comportarse «como si cada uno de no­so­tros fuera único y estuviera solo» (H. A. Mu­rena) no es úni­ca­mente característico (como se qui­siera hacer creer) de los po­see­dores de grandes fortu­nas más o menos mal habidas (como los barones boli­vianos del estaño, expatriados voluntarios y alia­dos por matrimonio de la «alta sociedad» euro­pea), ni sólo de los dictadores que saquean el tesoro público y luego van a vivir de sus de­predaciones en Miami, Madrid o París, sino que matiza el com­portamiento de casi to­dos quienes logran alcanzar una situa­ción de poder, a cualquier nivel, y, desde luego, matiza la ac­tua­ción de los gru­pos institucionales o accidentales que puedan de­fi­nir y perseguir in­te­reses de grupo, sectoriales, tales como la Igle­sia, las Fuerzas Armadas, las Universidades, los clanes re­gio­na­les o políticos (a estos últimos se les llama «partidos») los sindi­catos, las federaciones empre­sariales, los gremios pro­fe­sionales, etc.

Como los hispanoamericanos no somos monstruos caídos de otro planeta, sino seres hu­manos movidos por los mismos estímulos que los demás, no descono­cen otras so­cie­da­des (sobre todo las que no han alcan­zado todavía un grado satisfactorio de inte­gra­ción o aquellas que han comenzado a declinar en su fuerza centrí­peta) con iguales o parecidos fenómenos de egoismo indi­vidual, familiar o de clan; pero las latinoamericanas son las únicas so­cie­dades occidentales que nacen en proceso de desin­te­gración. Nos ha sido negada la nacionalidad en el sentido de ser y sa­ber­nos grupos humanos com­prometidos existen­cial­mente unos con otros y con el territorio que habitamos, parte de un pro­ceso que se proyecta en el tiempo, hacia atrás, antes de nuestro nacimiento, y hacia adelante, más allá de nuestra muer­te. La única so­ciedad europea moderna comparable (en este sentido) a las so­ciedades ibéricas (penin­sulares o americanas) es la italiana; y por eso fue un italiano quien compuso «El Príncipe», ese manual para tiranos, ese com­pendio de técnicas para recoger una socie­dad en migajas y en­cerrada en un puño, que es lo que han hecho todos los caudillos latino­americanos desde Rosas hasta Fidel Castro.

El tirano, si es eficaz, extrae una altísima remunera­ción (al menos en poder, pero even­tual­mente también en riqueza) para sí y para sus secuaces; y obliga a todos los demás a tra­bajar sin chistar por remuneraciones que él fija, y que son, aparte de toda contro­versia sobre la justicia del reparto, «arbitrarias», lo mismo bajo ­Ro­sas que bajo Fidel. En circuns­tancias distintas a esa solidaridad forzosa impuesta por las tiranías, lo que intentamos nor­malmente los latinoa­me­ricanos es tratar de extraer, de la suma de recursos de que dispone la so­ciedad, una proporción superior a la que, en justicia, correspondería por nuestro aporte. En Venezuela, por ejemplo, se dice que el Seguro Social existe en primer lugar para su personal (médicos, etc.) y sólo acceso­riamente para los ase­gu­ra­dos. Con huelgas y presiones políticas (toleradas o inclusive apo­yadas por partidos, deseosos de man­tener o aumentar su in­fluen­cia en los gremios médicos o para­médicos) el personal de una insti­tución tan crucial para el buen de­senvolvimiento de una sociedad moderna ha logrado des­quiciar la proporción del gasto que se invierte en re­mu­ne­raciones en relación con la que se in­vierte en servicios de los enfermos. Encima de esto, no ha sido posi­ble impedir que un número significativo de médicos sean re­munerados por horas que no pueden materialmente cumplir, mien­tras mantienen además su consulta privada y posiblemente una cátedra universitaria*.


* Recuérdese que el ensayo está escrito durante la IV República, y este ejemplo era una muestra de lo existente en la Venezuela anterior a Chávez.

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