ORIENTACIONES

Si viene a hacer el indio se equivoca de sitio
Natalia Segura
Uno de los peligros de cualquier colectivo que levante una bandera no convencional y lance un discurso más o menos alternativo, «radical» o «rompedor» es el siguiente: de la misma forma que las mentes simples y más conformistas de una sociedad llegan a confundir lo convencionalmente establecido en ella, o lo ya «corriente» en su entorno particular, con la «normalidad» (no tienen porqué coincidir, y muchas veces lo convencional se opone a lo que es verdaderamente normal), otras mentes, quizás no tan conformistas como las primeras, pero no menos simples, asocian lo anticonvencional o lo contracorriente con ir de borde, tener un comportamiento antisocial, o caer y recrearse, directamente, en lo anormal.
Este problema no lo suelen tener los colectivos de cualquier ámbito (político, económico, deportivo...) que aceptan o se mueven en lo convencional. Todos los que se acercan a estos grupos, de antemano saben (o se enteran muy pronto) que las posibles rarezas que se tengan, las locuras en que puedan caer o las barbaridades que pudieran cometerse (por placer, por desidia o por necesidad) van a quedar siempre, o casi siempre, en las alcantarillas, en «la contabilidad B» o durante las noches libres en el extrarradio urbano. Todos saben que no se aceptará que se manifiesten en público, aparezcan en los documentos oficiales o se cometan en plena jornada laboral.
Por eso, ante cualquiera que se acerque a un colectivo contracorriente (e incluso radicalmente anticonvencional) pero no por eso deja de sostener un proyecto normal (precisamente, en una sociedad como ésta no queda otra opción para defender lo normal) lo primero que debemos averiguar, en esa persona, es si quiere trabajar y luchar en serio (en realidad no se puede luchar de otra forma) al nivel que buenamente sea capaz de llegar o con la intensidad que vea más conveniente en su caso, o si, al contrario, pretente jugar a «niño terrible» del barrio. O dicho de otra forma, si para él la radicalidad no es más que una excusa dialéctica para «ir de borde» por la vida.
O se lucha y se hace política (revolucionaria o contrarrevolucionaria, reformista o conformista) o se «friquea», se juega para pasar el rato y se hace el indio. Las gentes que nutren los partidos, fundaciones y demás organizaciones convencionales también tienen su «corazoncito», apegos, fantasías, pasiones y efusiones, pero, en general, tienen muy claro que, en el afán diario, se impone la consecución de unos fines (financiero-económicos, financiero-políticos, finaciero-militares, financiero-mediáticos o financiero-deportivos) y esa gente, por muy desbordantes sean sus preferencias sentimentales, deben aparcar sus fantasías, apegos, desagrados y demás sentimientos cuando están manejando las herramientas o recursos de la empresa. Como suelen decir ellos: «con estas cosas no se juega». Y es que tiempo y el espacio dedicado al partido, fundación, medio de difusión, taller, oficina o mostrador, son «horas y lugares en serio», y no para hacer el indio.
Y decimos «hacer el indio» porque es la expresión más popular para un tipo de comportamiento ejemplarizado en el supuesto que alguien saliera, al día de hoy, a la pelea, al baile o a la caza, ululando, y con plumas, pinturas y hachas de guerra en ristre. Pero lo mismo podríamos hablar de «hacer el moruno» para quien aparezca profiriendo amenazas en árabe, insultos en rifeño o maldiciones en arameo, cubiertos con turbante (a ser posible negro) o «dar el pego anarquista» para quien alterne paños rojinegros con prendas arcoiris y capuchones grises, y puños arriba con porrazos a los escaparates e incendios en contenedores. O «dar el cante fascista» para quien guste aparecer con célticas, esvásticas, correajes, uniformes y brazos en alto, el «cante pirata» para los ataviados de forma estrafalaria, parches en el ojo y banderas con calaveras, o el «cante bizarro» para el exhibicionista embutido en látex, cuerdas y cueros oscuros para una sesión sadomasoquista. Da igual. Todos ellos son productos del mismo país: el país del «hacer el indio».
La primera cuestión, por tanto, de una organización alternativa con quienes se relacionan con ella es:
¿Se quiere luchar en serio o se prefiere jugar al «niño terrible» del vecindario?
¿Se pretende avanzar llegando a la gente, o entretenerse espantando a todo el mundo?
Todo aquel que pretenda, sinceramente, defender una causa y progresar en la lucha, no duda en liberarse de lastres que le estorban en el camino y se halla más que dispuesto a reducir al mínimo todo lo que complica innecesariamente su acción en el campo de batalla. Por entrañable que sea su apego por ciertos signos u objetos, y mucho sea el valor sentimental que, por los motivos que fuesen, les haya dado el militante o combatiente, si realmente lo es, es consciente que lo fundamental es el proyecto, cumplir los objetivos de la lucha y cargar con todo el peso que requiere el equipamiento útil y el armamento efectivo para la lucha, pero no más.
El que está decidido a luchar y causar el mayor daño posible a su enemigo (no olvidemos que muchas veces el mayor enemigo es el burgués friqui que tenemos dentro) reserva energías y concentra esfuerzos en el empleo de los medios más efectivos y favorables para su lucha (y desfavorables para su adversario) y evita desgastarse con cargas inútiles o contraproducentes. El currante, si se mancha, es de grasa, sangre, barro... lo propio de su labor para llevarla a cabo, pero no está dispuesto a mancharse de más con tonterías. El que quiere combatir, avanzar, vencer posiciones, ir cambiando las cosas, se deja la quincalla sentimental en casa, no se complica la vida (y la muerte) más de lo que resulta justo, oportuno y necesario para la lucha.
En el terreno donde brega y se afana, el combatiente no tiene la ocurrencia de conducirse dándose el gustazo. Él es consciente que la lucha en serio (es la única digna de llamarse lucha) acarrea demasiados esfuerzos y dificultades, y para una causa alternativa, el terreno donde se actúa es todavía más complicado e implica riesgos añadidos. Sabiendo todo esto, no se permitirá el lujo de sumar gratuitamente más dificultades de las estrictamente necesarias o inevitables. Nadie con dos dedos de frente se mueve en el campo de batalla al descubierto ni fanfarroneando (excepto en casos muy puntuales y estudiados) ni actuando como un suicida (a no ser que no quede más remedio, y entonces se escogen unos pocos). Aquel que atraiga sobre sí más perjuicios y riesgos además de los inevitables no sólo estaría faltando a su deber para mantenerse como efectivo, sino que estaría atentando contra sus compañeros. Combatir es tanto saber atacar como ponerse a cubierto él y sus compañeros.
En definitiva, lo avisamos ya: el que quiera fanfarronear o «suicidarse» (en realidad, friquear yendo de borde) haciendo el indio, el moruno, el anarquista, el fascista o el pirata, un proyecto alternativo como el que intentamos levantar no es su sitio.
Pero como lo cortés no quita lo rebelde con causa, finalizamos con un consejo para los que sí quieran pasar el rato yendo de bordes, y les comentamos que, sin duda, lo más sensacional sería combinar la galaxia de las friquerías antisociales. Imagínense que rompedor. Ululando y pintados como indios de Jólivud, las señoras ataviadas con gorritos rojinegros, monos azules abiertos hasta el ombligo y cartucheras repletas de porros y flores, los señores cubiertos, bien con turbantes negros y arabescos impresos o con capuchones de semana santa y tres grandes “Kas” (y ambos gritando “¡muerte a los infieles!”) y los ambiguos llevando uniformes de tanquistas alemanes recortados para que se les vea el pecho y la tripa peluda, y agitando todos ellos calaveras y esvásticas, así como retratos de Stalin, de Hitler, de Ceaucescu, de Bokassa, de ben Laden, de Otegui, de Aznar y del machango «antes conocido como Prince», y portando, además, pancartas donde se leyera «¡muera el euro extranjero judeo-masónico y viva la peseta del Caudillo! (y una moneda con el perfil de Franco)» causarían una gran sensación.
Y si al circo de los más bordes del vecindario le pusiéramos, como guinda, la señal de peligro radiactivo, y la pintoresca rata anarcofascista armada con un bate de béisbol, sería ya lo más borde en el mercado de los «niños terribles».
Lo hemos dicho varias veces y acabamos recordándolo. Al poder establecido le viene muy bien tener unos supuestos enemigos que actúan como espantapájaros y provocan más repelús que los politicastros del régimen. Como quienes integramos la alternativa no estamos por la labor de favorecer al poder establecido, no sólo cerramos la puerta a los que pretenden «hacer el indio», sino que los denunciamos para que todos tomen nota de lo que significa, no tanto para los propios sujetos que a eso dedican parte de su tiempo libre, sino lo que significa como comportamiento que beneficia al poder establecido.
1 comentario
Patria Socialista -
Se puede evolucionar ideologicamente pero los valores éticos o se tienen o no.
Un saludo a nuestro estilo.
¡Viva España socialista!