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«Nos ha sido negada la nacionalidad...»

Consideramos interesante traer a nuestro portal unos pá­rra­fos es­cogidos del ensayo editado en Venezuela hace un cuarto de siglo («Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario») escrito por Carlos Ran­gel, que trata sobre determinados asuntos vigentes, además de su in­terés histórico (versa sobre la realidad hispanoamericana y los mitos proyectados desde el resto de Occidente que la han deformado ayer y hoy).

No es un ensayo «pro re­volucionario». Habla de los fracasos de las naciones que sur­gie­ron de una revolución emancipadora (la de principios del XIX frente a España), e in­daga en los motivos de tales fracasos compa­rán­do­los con unos Estados Uni­dos donde, por lo menos, sí sol­ventaron muchos as­pec­tos (pues algunas virtudes debe tener el diablo para haber lle­gado a donde ha llegado) que no han podido resolver los his­pa­noameri­canos, hecho que no dejado nunca de golpear el alma de estos pue­blos.

Aunque hayan sido escritas en otro continente y hace un cuarto de siglo, apa­re­cen re­fle­xiones interesantes sobre asun­tos que, como acabamos de indicar, no afectan sólo a un tiempo y lugar ¿Pues acaso señalar los efectos de los mitos pro­yectados sobre la rea­lidad, o hablar sobre el desapego de las clases diri­gentes y me­dias por sus naciones, no son temas vigentes?¿O tratar sobre las consecuencias de la in­mi­gración en una socie­dad inverte­brada, o averiguar las causas del por­qué en unos sitios se con­si­gue, pero en otros no, comprometer a pueblos de pro­­ce­den­cia diversa en una misma patria (es decir, que se sientan liga­dos en una misión común) son asuntos que no nece­si­tamos consi­de­rar en España en estos momentos?

Exponemos ya las líneas escogidas:

Las ciudades parásitas de Hispanoamérica

(...) En todo caso, aún sin idealizar el «hinterland» hispa­noa­me­ricano, donde no reside nin­guna especial virtud, aún sin caer en el telurismo fascistoide y aún apartando toda ter­gi­ver­sación buen­salvajista, es obvio que las grandes ca­pi­tales macro­cefálicas concentran y ex­hiben hasta un grado escandaloso los síntomas del desequilibrio profundo, psí­qui­co y es­truc­tural, de la sociedad his­panoa­mericana.

Son los habitantes de estas ciudades, ya nacidos en ellas, ya inmigrantes de las zonas ru­ra­les, o de ciudades pro­vin­ciales, o del extranjero, quienes, moldeados por ellas, mues­tran crudamente (y a veces hasta jac­ta­cio­sa­mente) un «no tener raíces, ni en la tierra ni en el cielo; no sentir amor, simpatía, ni afecto por nuestro ve­ci­no des­conocido... No sentir que somos un pueblo, una mi­sión, una tarea, un destino» (Ezquiel Martínez Estrada, Exhor­ta­ciones, 1957).

Los inmigrantes europeos no hispánicos, por ejemplo, quienes tanto han contribuido a lo más valioso hispano­americano, rinden sin embargo menos en Hispanoamé­rica, ellos y sus hijos, de lo que debieran, por no poder escapar a la intuición de lo que sig­nifica mudar­se aquí, desenvolverse aquí. De haber desem­bar­cado en los Es­ta­­dos Unidos hubieran senti­do (como de hecho sin­tie­ron otros hombres en todo iguales a ellos, de pro­ce­den­cia seme­jante: italianos, irlandeses, griegos, judíos de la Europa central o rusos, etc.) que se incor­poraban a un sistema sólido y viable; pero al lle­gar a Hispanoamérica van a sentirse desin­corporados de sus so­cie­dades de origen, «carentes de toda disci­plina interior, desa­rraiga­dos de sus sociedades europeas nativas, dentro de las cua­les habían vivido, sin percatar­se de ello, disciplinados mo­ral­mente por su participación en una vida colectiva, estabili­zada e in­tegral» (Ortega y Gasset) y a la vez no insertos en un nuevo y distinto «sistema de incorporación».

Ese no sentirse, cada cual, parte de un todo y comprometido con un destino colectivo que, para Ortega y Gasset, marca la de­ca­den­cia de las sociedades hispá­nicas, en Hispa­noa­mé­rica va a con­tagiar hasta a los in­migrantes pro­ce­dentes de las so­cie­dades más solida­rias y mejor estructuradas. Y tales alie­nación y de­sape­go, con sus consecuencias, en la forma de com­porta­mientos no soli­darios, egoístas, serán tanto más pronunciados cuan­to más alto en la escala social y cultural se en­cuentre el habitante de His­pa­noa­mérica.

En correspondencia con la observación, tan aguda, de Ortega, los precursores, los que dan el tono que luego va a contagiar a todos los inmigrantes posterio­res, vengan de donde vinieren, habrán sido los con­quistadores y los colonizadores españoles. En la base de la pirámide de castas que fue el Imperio Español de América. Los indios, los negros y los «pardos», no es extraño que no se hayan sentido parte de la sociedad, porque, efectiva­men­te, no lo eran, salvo en la medida en que la Iglesia haya podido, como afirma (creo que ex­ce­siva­mente) Octavio Paz, hacerles suponer que exis­tiera para ellos un lugar de alguna manera dig­no y de alguna manera significativo en el orden cósmico cristiano. Ese «proleta­riado interno» no requería mayores estímulos para convertirse, en la primera oportunidad (que vendría con las guerras de Inde­pen­dencia) en un po­tente factor de muy merecida desinte­gración, tre­men­damente virulento por estar inserto en la parábola de de­ca­dencia que venía describiendo la sociedad espa­ñola y con ella la sociedad hispanoamericana.

Pero lo que no podrán concebir, por razones obvias, las castas inferiores del Imperio Es­pañol de América, que van a ser el «pueblo» de las repúblicas inde­pen­dientes sucesoras de ese Im­perio, es su desvinculación física del marco geográfico en el cual se en­cuentran insertas. No podrá haber entre ellos proyectos de «in­diano». Ninguna aldea de Extre­ma­dura o de Andalucía los vió partir, ni espera su regreso. En cambio cada descubridor, cada conquistador, cada colono español habrá sido un «indiano» en potencia. Y en el tope de la pirámide, los Virreyes, Capitanes Ge­nerales. Intendentes, etc., durante los tres­cientos años del Im­perio, y a pesar del alto grado de homogeneidad que Ilegó a existir entre la Metrópoli y las provincias americanas, serán siempre «penin­sulares»: no habrán nacido, no habrán sido edu­cados, no van a pasar a retiro, ni a ser sepultados en tierra ame­ricana.

Los «criollos» serán, pues, los descendientes de quienes terminaron quedándose en América cuando hubieran ­preferido volver, ricos, a España. Y hasta hoy, en cuanto un his­panoame­ricano deja de ser «pueblo» y, en caso de no ser ya habitante de la capital, se mu­da a ella o establece allí su residencia principal, no es que deje de sentirse solidario (que nunca lo ha­brá sido enteramente) del tejido social, sino que toma conciencia de no estar irreme­dia­ble­mente ata­do a ese tejido, de estar preso (como sí lo está el «pueblo») de su circunstancia social y geográfica. Habitará el paisaje y la socie­dad como quien habita una vivienda alqui­lada y él mismo se senti­rá como un inquilino, vale decir como alguien que mañana puede abandonar ese sitio, o ser desalojado.

Ese desapego está hecho en parte de egoísmo e in­dividualismo hispánicos, en parte de desprecio de «in­diano» por «las Indias», pero en parte también por la experiencia, ya casi atávica, de que en la sociedad his­panoamericana se pasa fácilmente de la «bue­na situa­ción» (inclusive la participación en el poder) al os­tra­cismo y al exilio.

«Como si fuéramos únicos y estuviéramos solos»

Eternos exilados en potencia, y en cualquier caso exilados espi­rituales aunque nunca lle­guen a perder pie (y un poco más con cada generación de «buena situa­ción») los miem­bros de los gru­pos hispanoamericanos dominantes normalmente retienen una por­ción im­por­tante de sí mismos al margen de la sociedad, de la cual forman parte sin integrarse to­tal­mente a ella. Y esa re­tención puede ser de «haberes» (propiedades o cuen­tas bancarias en.el ex­tran­jero) pero también de esfuer­zo, com­pro­miso, autenticidad y civismo.

Y este «egoísmo», este comportarse «como si cada uno de no­so­tros fuera único y estuviera solo» (H. A. Mu­rena) no es úni­ca­mente característico (como se qui­siera hacer creer) de los po­see­dores de grandes fortu­nas más o menos mal habidas (como los barones boli­vianos del estaño, expatriados voluntarios y alia­dos por matrimonio de la «alta sociedad» euro­pea), ni sólo de los dictadores que saquean el tesoro público y luego van a vivir de sus de­predaciones en Miami, Madrid o París, sino que matiza el com­portamiento de casi to­dos quienes logran alcanzar una situa­ción de poder, a cualquier nivel, y, desde luego, matiza la ac­tua­ción de los gru­pos institucionales o accidentales que puedan de­fi­nir y perseguir in­te­reses de grupo, sectoriales, tales como la Igle­sia, las Fuerzas Armadas, las Universidades, los clanes re­gio­na­les o políticos (a estos últimos se les llama «partidos») los sindi­catos, las federaciones empre­sariales, los gremios pro­fe­sionales, etc.

Como los hispanoamericanos no somos monstruos caídos de otro planeta, sino seres hu­manos movidos por los mismos estímulos que los demás, no descono­cen otras so­cie­da­des (sobre todo las que no han alcan­zado todavía un grado satisfactorio de inte­gra­ción o aquellas que han comenzado a declinar en su fuerza centrí­peta) con iguales o parecidos fenómenos de egoismo indi­vidual, familiar o de clan; pero las latinoamericanas son las únicas so­cie­dades occidentales que nacen en proceso de desin­te­gración. Nos ha sido negada la nacionalidad en el sentido de ser y sa­ber­nos grupos humanos com­prometidos existen­cial­mente unos con otros y con el territorio que habitamos, parte de un pro­ceso que se proyecta en el tiempo, hacia atrás, antes de nuestro nacimiento, y hacia adelante, más allá de nuestra muer­te. La única so­ciedad europea moderna comparable (en este sentido) a las so­ciedades ibéricas (penin­sulares o americanas) es la italiana; y por eso fue un italiano quien compuso «El Príncipe», ese manual para tiranos, ese com­pendio de técnicas para recoger una socie­dad en migajas y en­cerrada en un puño, que es lo que han hecho todos los caudillos latino­americanos desde Rosas hasta Fidel Castro.

El tirano, si es eficaz, extrae una altísima remunera­ción (al menos en poder, pero even­tual­mente también en riqueza) para sí y para sus secuaces; y obliga a todos los demás a tra­bajar sin chistar por remuneraciones que él fija, y que son, aparte de toda contro­versia sobre la justicia del reparto, «arbitrarias», lo mismo bajo ­Ro­sas que bajo Fidel. En circuns­tancias distintas a esa solidaridad forzosa impuesta por las tiranías, lo que intentamos nor­malmente los latinoa­me­ricanos es tratar de extraer, de la suma de recursos de que dispone la so­ciedad, una proporción superior a la que, en justicia, correspondería por nuestro aporte. En Venezuela, por ejemplo, se dice que el Seguro Social existe en primer lugar para su personal (médicos, etc.) y sólo acceso­riamente para los ase­gu­ra­dos. Con huelgas y presiones políticas (toleradas o inclusive apo­yadas por partidos, deseosos de man­tener o aumentar su in­fluen­cia en los gremios médicos o para­médicos) el personal de una insti­tución tan crucial para el buen de­senvolvimiento de una sociedad moderna ha logrado des­quiciar la proporción del gasto que se invierte en re­mu­ne­raciones en relación con la que se in­vierte en servicios de los enfermos. Encima de esto, no ha sido posi­ble impedir que un número significativo de médicos sean re­munerados por horas que no pueden materialmente cumplir, mien­tras mantienen además su consulta privada y posiblemente una cátedra universitaria*.


* Recuérdese que el ensayo está escrito durante la IV República, y este ejemplo era una muestra de lo existente en la Venezuela anterior a Chávez.

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La Europa de las Tribus
A. González

Durante la Guerra Fría circuló un mapa «alternativo» de Europa que fue presen­tado por círculos «europeístas» como una novedad y una genial solución para no repetir los espantosos choques que habían protagonizado los estados na­cio­nales europeos en dos guerras mundiales. Aquellas guerras (así como sus consiguientes posguerras) se habían saldado no sólo con extensas carnicerías de combatientes en las trincheras, sino con la desaparición de poblaciones en­teras, que fueron borradas, literalmente, del mapa (por deportaciones o por ma­tanzas), dramas masivos que tuvieron una magnitud equivalente a la des­truc­ción sistemática de pueblos «salvajes» llevadas a cabo anteriormente por las potencias «civilizadas» en América, Asia, África y Oceanía. Por si fuera poco aquel desolador paisaje, Europa había acabado cautiva, desarmada y re­partida por los Estados Unidos de América y la Unión Soviética.

Aquel mapa «alternativo», aquella «solución», implicaría la desapa­rición de la «Europa de las Patrias». Se proponía abiertamente la des­membración de prác­ti­camente todos los estados nacionales, porque a éstos se les im­putaba la cau­sa de tanta destrucción, de tanta carnicería y de la desaparición de pueblos enteros del solar europeo. Se proponía ir más allá que lo perpetrado contra el Im­perio Austro-Húngaro al finalizar la Gran Guerra: se levantaría muchas más fronteras y se fragmentaría Europa en regiones.

Pero echando un vistazo a aquel mapa (que se indicaba había sido elaborado por un departamento de las SS) podíamos darnos cuenta de un detalle muy revelador, y era el siguiente: las barreras divisorias propuestas para trocear los estados nacionales europeos, respetaban escrupulosamente la fronteras occi­den­tales de la Unión Soviética impuestas por Estalin al finalizar la II Guerra Mun­dial. Todas las regiones anexionadas por amo del Kremlin (Besarabia mol­dava, los países bál­ticos, la Halichia ucraniana...) quedaban fuera de la «so­lu­ción» de la «Europa de las etnias». Y es que el antiguo jefe de las SS que había revelado el mapa había sobrevivido en la Unión Sovié­tica. No había que ser muy listo (siempre que no se estuviera bajo los efectos de la «dulce em­bria­­guez» y de la ignorancia) para darse cuenta que aquella «genial solu­ción», tan «natural», tan «cercana» a «las dimensiones humanas» de la tierra in­me­diata, era una perspectiva muy conveniente para los inte­reses soviéticos. Éstos proponían para Europa algo muy similar a lo que hicieron los romanos en Gre­cia durante medio siglo, el medio siglo que tardaron en derrotar definitivamente a Macedonia. Una vez que las Legiones de Roma vencieron para siempre a las Falanges de Macedonia, todas aquellas diminutas repúblicas y ligas griegas celosamente de­fendidas por Roma para mantener divididos a los helenos, em­pe­zaron a ser fagocitadas, una por una, por la misma Roma. Era la aplicación modélica del lema «Divide e Impera».

«Los derechos de las etnias»

Vuelve la Europa de las Tribus

Aquella propuesta de la «Europa de las Tribus» reaparece, de nue­vo, bajo la Declaración de los «Derechos de las etnias». Y lo hace no sólo como algo im­pulsado por el movimiento llamado «identitario», sino como el gran objetivo de este movimiento. En los «cinco dere­chos de las etnias» se reúnen y resumen todas las aspiraciones del movimiento «iden­ti­tario».

Como advertíamos en un pequeño ensayo anterior, se esgrimen tales «dere­chos» como «salvaguardia» para frenar el proceso de unifor­mi­za­ción y disolu­ción general de los pueblos, proceso que los estados, superpotencias, orga­nis­mos y corporaciones multinacionales han ido impulsando a lo largo y ancho del mundo. Para enfrentarse, presuntamente, a esta apisona­dora mundialista y mun­dializada que va desnatura­lizando y laminando culturas y naciones, el mo­vimiento «identitario» ha lanzado los «cinco derechos de las etnias» como ban­dera principal de su causa. Veamos en que consisten esos «cinco derechos»:

1) El derecho a la eminencia pública de la identidad étnica, es de­cir: rei­vindicar que la identidad étnica sea el principal agente público que re­pre­sente a todas las personas asignadas como miembros de una etnia o región, por encima de todas las consideraciones políticas, so­ciales o económicas.

2) El derecho al territorio exclusivo de cada etnia, donde se con­templan como “raros” los casos de coincidencia territorial de diversas etnias, y donde se demanda como objetivo normal la im­po­si­ción de divi­siones y “transferencias” de pueblos (es decir: el derecho a la limpieza étnica)

3) El derecho a la autodeterminación de las etnias, donde, en lo eco­nó­mico, éstas tengan la propiedad absoluta de los recursos naturales de sus re­giones, se acomoden separadamente a las leyes de mercado, y sean las que in­gresen para sí mismas todos los impuestos. Y en lo polí­tico, puedan estable­cer, mantener o romper, en cada coyuntura y oca­sión, sus vínculos con otras etnias.

4) El derecho a imponer una sola lengua, es decir, a erradicar cualquier realidad bilingüe o trilingüe que exista.

5) El derecho a mantener un sistema social y económico reputado como tradición cultural, es decir, a mantener un sistema capitalista y salva­guardar los intereses de una clase siempre que se diga que ese sistema y esos intereses representan la tradición cultural de la etnia.

Como ya dijimos en el artículo anterior, esgrimir, por principio, las «dife­rencias étnicas» no significa nada. Pues lo importante no es re­conocer «dife­rencias» o «derechos étnicos», sino establecer cua­les, porqué y para qué se determinan discriminaciones étnicas, es decir, cuales son esas diferencias y porqué y para qué se remarcan. ¿Para transformar la realidad política, cambiar el sis­tema económico, y generar un modelo de sociedad distinto al actual? ¿O para dejar intacta (o incluso reforzar) esta misma realidad política, el mismo sistema económico y el modelo de sociedad actual?

Con leer la Declaración de «los derechos de las etnias» los «identitarios» nos responden a la pregunta: ellos no pretenden, de ninguna manera, cambiar la política, ni la economía ni el modelo social que impera en las sociedades del capitalismo avanzado. Como señala López, los «identitarios» ignoran la iden­tidad política, la identidad de las ideas, de las tareas y de los objetivos colec­tivos, que son las que realmente identifican a las comunidades. Y como -en principio, por lo menos- los «identitarios» ven indiferente todas estas realida­des, porque consideran como algo accesorio («pajas mentales» como califi­caba uno de ellos) un sis­tema o sus contrarios, terminan aceptando el sis­tema impuesto por Occidente. Porque la idea de identidad de estos «identitarios» consiste en reducciones subjetivas a niveles clasificatorios (étnico, lingüís­tico, geográfico, biológico...).pretendiendo convertir pueblos y regiones en maz­mo­rras «étnicas» (o en parques «etno-temáticos»). Los «identitarios» consideran in­de­seable que los hombres y los pueblos puedan ser fuerzas capaces de superar la «naturaleza» y toda fijación definitiva, que puedan ir más allá de «herencias nacionales» (como decía un himno de lucha nacional-revolucionaria «que el pasado no sea ni peso ni traba sino afán de emular lo mejor») conforme proyectan y construyen mediante sus ideas y su voluntad.

Las naciones históricas, así como las etnias, no son entes «natu­rales», enti­dades o «cuerpos» de carácter casi biológico. Tampoco son formas histó­ricas milenarias, fijas, cuyo origen se pierda en la noche de los tiempos. Las nacio­nes son creaciones históricas, y las etnias han ido, asimismo, for­mándo­se y cambiando a causa de procesos históricos y la voluntad de los hombres. En modo alguno, las naciones y las etnias constituyen marcos neutros: tienen unos valores dominantes, y determinados procesos provocan que se cambien por otros.

En resumen: el etnicismo es una tapadera romántica para arropar las socie­dades del capitalismo avanzado. Buscando asegurarse, para determinados con­tingentes étnicos, alguna forma de predominio o privilegios locales en la futura Europa de los Mercaderes.

Por tanto, todas estas mazmorras étnicas ideadas por la De­cla­ración de los «derechos de las etnias» pretenden, en primer lugar, salvaguardar (o «petri­fi­car») unas supuestas «tra­di­ciones culturales» y unos intereses socio-econó­mi­cos concretos: las de determinados grupos de individuos - productores -con­su­midores generados por las sociedades del capitalismo avan­zado. Los que nos resistimos a seguir resbalando por la pen­diente del empequeñecimiento euro­peo actual, los que queremos ir más allá del individuo-productor-consu­mi­dor, no podemos otra cosa que combatir toda deriva etnicista, denunciando con fuerza lo que signi­fica: no sólo un refuerzo del sistema contra el que com­ba­timos (que ya es motivo de sobra) sino una forma más para que lo que quede aún con vida sea sepultado por lo muerto.

Por muchos motivos, el alcance de un movimiento de liberación de los pueblos (es decir, patriótico) y de trans­formación del modelo de sociedad imperante (en clave socialista) no puede ence­rrarse en los marcos físicos, étnicos o eco­nó­micos de una nación o de una etnia. Pero basta la si­guien­te razón: en todas las naciones y etnias consideradas por los «identi­tarios», dominan los mismos patrones políticos, económicos y sociales.

«Los derechos de las etnias»

Vuelta de tuerca para la impotencia política de Europa

Pero por si fuera poco todo lo anterior, para nosotros, para los que reivindi­ca­mos la preeminencia de lo político, del realismo y la justi­cia, los «de­re­chos de las etnias» suponen un paso aún más grave: representan una vuelta de tuerca para condenar a Europa a la absoluta impotencia política, social, militar, in­dus­trial, tecnológica... Una Europa de las tribus signi­fica un montón de pueblos com­pitiendo y tratando de imponer sus egoísmos, agi­tando sus supuestos antagonismos con otros pueblos, una Europa donde los inte­reses parti­cu­la­res de unos pueblos se im­pongan siempre a costa de otros. La culminación lógica del principio de soberanía o «auto­deter­mi­nación de las nacionalidades» o «de las etnias» es un territorio para cada individuo.

ORIENTACIONES

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¿Qué «Identidad»?

Por Pepe López

Pese a todas las pretensiones reductoras, «afortu­na­da­mente los seres humanos son inclasificables a un sólo nivel puro: eco­nó­mico, lin­güís­tico, social, geo­gráfico, etc». Pero no sólo no podemos hom­bres y mu­je­res, individual o colectiva­mente, quedar «de­termi­nados» o «iden­tificados» en únicamente uno de estos niveles, sino que todos estos ni­veles son subalternos en relación a las cua­li­dades, funciones o voca­ciones individuales -que definen mucho más a las per­so­nas- y son, asimismo, secundarios con respecto a las ideas, tareas y obje­tivos colec­tivos -que son las que realmente «identifican» a las co­muni­dades-

Ø La identidad que sobre todo nos importa

Entendemos que la única definición revolucionaria de pueblo es la de «comunidades movilizadas en pro­yec­tos afines», es decir, en su «fun­ción operante». Podemos ha­llar de­fini­ciones similares («pro­yecto su­ges­tivo de vida en común» -de Ortega- «uni­dad para cum­plir una mi­sión» -de Corra­dini- «unidad en orden a la realiza­ción de misiones su­pe­riores de interés co­lec­tivo» -de Schnei­der- etc.) pero toda for­mu­la­ción con un sentido dis­­tinto o con­trario a esta fórmula es de natu­ra­leza reaccio­naria.

En cuanto a la movilización del pueblo, o de la nación, todas las doc­tri­nas «clásicas» y míni­ma­mente «nor­males» (y hoy en día también todas las escuelas -aunque lo digan «con­fiden­cial­mente»-) han soste­nido siempre que los pueblos no se movilizan espon­tá­nea­mente, sino lo hacen por un vector, agente u organismo supe­rior, dotado de la voluntad y capa­cidad para ello. Ese factor ha variado de «formato» según épo­cas, cir­cuns­tancias y carac­terísticas de los grupos humanos a movi­lizar: Estado, Corona, Noble­za, Iglesia, Cofradía, Compañía, Or­den, Partido, Mo­vi­mien­to, Repú­bli­ca...

Parecía ló­gi­co esperar que este hecho, el del agente «movilizador» (quien mo­viliza) debía tenerse muy claro, por lo menos para todos los que se in­corpo­ran a cual­quier tipo de orga­ni­zación o asociación, aunque fuera sólo en teoría. Pero la evi­dencia más clara y la lógica más sencilla han sido, sor­pren­den­te­mente, sepultadas por la ilusión más es­pesa y la ilógica más extraña. Como sucedió en el pasado, se ha vuelto a colar la superchería y el «ídolo» que desvía las fuerzas y nos conduce -y a cualquier agrupación, del signo que sea- a la nada: la de tomar al pueblo o a la nación como «herencia natu­ral». Todas las concep­cio­nes políticas con un mínimo de con­sistencia y un sentido sufi­ciente de operatividad, han afir­mado la pri­macía de la voluntad humana y de lo reali­zado por el es­fuer­zo (Es­tado, De­recho, Historia, Polí­tica) sobre las entidades primarias (las par­ticularidades, lo Natu­ral, lo individual, lo espontáneo, las inercias se­cu­la­res...). Además, cualquier expresión que aspire a trans­formar la sociedad en la que vive, por lógica aplastante, ha de tener aún más clara esta jerarquía. Pensar lo contrario es propio de tendencias reac­cio­na­rias, con­ser­va­doras o pasivas, por muy «anarcas» o «nihilistas» que se vis­tan éstas.

El mismo hecho de re­co­nocer el hecho y el valor de quien movi­liza ha sido una muestra (o una con­se­­cuen­cia) de la validez del principio im­pulsor, re­volucio­nario (y clásico) de pueblo: el porqué o para qué se movi­liza. Al pueblo se le moviliza por un proyecto que re­quiere un quehacer en común: para defender inte­reses, para satisfacer ne­ce­si­da­des, para conquistar derechos, para luchar por ideales...

Lo que ocu­rre con el pueblo, pasa también (y como no puede ser de otra manera) en muchos otros ám­bitos, por ejem­plo, en los que fundan una familia, o lo que ve­­mos en una fábrica: lo que cuentan son sus objetivos y su actividad. En un sistema capi­talista, la actividad se realiza para que el capital gane más capital, y la fábrica existe en función de la actividad que realiza y las ganancias que obtiene. Y es lo que pasa en cualquier par­tido, incluso en los partidos na­cio­nalistas. Están unidos por unos re­cha­zos o por una aspi­ración política (o económica-mafiosa). A nadie mínimamente serio se le ocurre con­si­­derar como causa de movilización el gusto común por comer buti­farra o papas con mojo picón, por ejemplo, por mucha retórica que se haga sobre eso en Cata­luña, en Canarias o en Abjasia. A nadie se le ocu­rre, por ejemplo, clasificar industrias o comercios por los mate­riales con los que están construidos sus locales: de madera, de hierro, de plástico o de piedra. Si alguien hace eso se le trataría de maja­dero. Pero ¡Que cu­rioso! lo que nadie se atreve hacer con empresas o partidos, sí lo han hecho y siguen haciendo con los pueblos.

Existe una correspondencia entre los conceptos de identidad y los conceptos que se tienen del Es­tado, así como de los seres hu­ma­nos... en definitiva: con la visión del mundo que se asume. Co­­mo hay visiones del mundo opuestas, existen, por consi­guien­te, vi­siones de la «iden­tidad» radicalmente in­com­pati­bles. Luego la dis­cu­sión no es iden­tidad sí, iden­tidad no, sino que con­cepto de iden­tidad se de­fien­de, y para qué. La idea de iden­tidad como «lo nati­vo» o las particularidades, es reeditar la idea romántica y re­duc­cionista de las na­ciones: creer que lo determinante de éstas son los caracteres ét­nicos, lingüísticos, topo­grá­ficos, climatoló­gi­cos.

Análo­ga­mente a lo que han hecho con los seres humanos, donde un in­divi­dua­lismo univer­sa­lista ha des­pre­ciado y roto con la di­men­sión fun­damental: la de perso­nas (es decir, como sujetos in­cardinados en una o varias comunidades, titulares de derechos y deberes con­cretos, con fun­ciones, cualidades, voca­ciones y mé­ritos distin­tos), el na­tu­ra­lismo ha despreciado y roto lo que verda­de­ra­mente cuenta en los pue­blos: su iden­tidad como «co­muni­dad movilizada en pro­yec­tos afi­nes», es decir, la de­finida por sus fun­­ciones operantes, mar­ca­das por una unión política, por un marco histórico de fuerzas y vo­­luntades. Esto es un estado. Por tanto, todo estado (o todo movi­mien­to emer­gente que quiera trans­formar ese estado) es, por su natu­raleza com­pletamente his­tórica y nada «natura­lista», una «obra» que «obra», un logro «artificial»... como las perso­nas de verdad (los humanos que realizan sus funciones y vo­ca­ciones)... y la mismí­sima agri­cul­tura (pues lo natural sería la recolección de alimentos silvestres).

Ø Las seis inversiones de los reduccionismos de la identidad

En correspondencia a los conceptos brutalmente reduc­cio­nistas del ser humano y del mundo que tanto éxito han tenido en nuestra sociedad, se han acogido conceptos análogamente re­duc­cionistas de la iden­ti­dad que han provocado seis «in­ver­sio­nes» capitales.

* 1ª inversión: la propia reducción de los hom­bres y de los pue­blos a la «suela» inferior de lo etnográfico y del na­tu­ra­lismo, un plano que no es menos estrecho y material que el eco­nómico. Hombres y pueblos son reducidos y subordinados a los «elementos» químicos o na­turales. Estos «elementos» no tienen más valor que otros como el di­nero o la fuerza bruta. Personas y co­muni­dades son tratados como si fueran compuestos mine­rales o especies vegetales.

* 2ª inversión: la negación a compartir un es­tado con otros grupos, «tri­bus» o «cantones», a participar con ellos en cualquier proyecto su­ges­tivo de vida en común. El mundo se representa como com­par­ti­mentos estan­cos entre barreras irreductibles de «hechos diferenciales na­tu­rales» y, en conse­cuencia, se impone el sepa­ratismo y se multi­pli­can los enanos y cantonalismos.

* 3ª inversión: la erradicación de toda riqueza étnica en un territorio o una población para forzar su uni­formización. Pues se resalta unos «carac­teres prima­rios» en detrimento de otros «caracteres prima­­rios» asen­tados en el mismo territorio. Los iden­ti­tarios invertidos em­po­brecen o amputan los pueblos y territorios tra­tando de reducirlos a unas carac­te­rísticas par­ti­culares. Así se da la -aparente- paradoja que los llamados a «preservar» una identidad o «he­rencia natural»... ponen mayor empeño en hacer que los demás aban­donen las suyas propias y se hagan idénticos a los primeros.

* 4ª inversión: la imputación como ene­migos a todos los grupos y per­sonas que mantienen con fuerza justo aquello que esos «iden­ti­tarios» anuncian como lo más valioso de cada cual: la propia identidad, ya que "retratan" las identidades como inevi­ta­blemente anta­gónicas y perjudiciales entre sí. Al pregonar que cualquier otra iden­tidad, por el hecho de man­te­ner­se viva junto a otra, representa siempre el primer peligro para ésta, los identitarios invertidos son los que apuntan como mayor ame­naza para su idiosincrasia específica precisamente a las identidades más defini­das, y son los que emplean mayor animosidad en buscar la des­truc­ción de las iden­tida­des que justamente consigan ser más fieles a sí mismas y demuestren mayor re­sis­ten­cia a la «in­diferenciación globa­lista».

* 5ª inversión: la ocultación de las causas de los problemas reales que sacuden a los pueblos. Los iden­ti­tarios invertidos confunden las causas al atribuir a factores étni­cos lo que es imputable a factores económicos, sociológicos, políticos o fallos del paradigma domi­nante. Ocultan las causas de los pro­blemas atribuyéndoles motivos étnicos, y cuando no pueden re­currir a confundir las causas... ignoran los problemas.

* 6ª inversión: la aceptación de hecho de un siste­ma que, aunque diga com­batirse, se termina aceptando, por­que se le consi­dera algo neutro o accesorio y no se señalan en él las causas de los pro­ble­mas, ya que se ve indiferente que exista un sistema u otro: pues para los identitarios in­ver­tidos sólo cuenta y les importa la «etnografía» que, por otra parte, siem­pre es recreada y adulterada (igual que los «ecologistas urbanitas» se re­crean una «naturaleza bucóli­ca» ajena e incompatible con la vida del campe­sino, que es quien vive real­mente en la natura­leza).

En definitiva, los reduccionismos e inversiones de la identidad fomentan los antagonis­mos entre los pueblos así como la erradicación de las identidades dife­rentes. Pero lo más grave no es que se defienda una iden­tidad «na­turalista» y «nega­tiva» que sólo puede afirmarse a tra­vés de la eliminación (o diso­lu­ción) de otras identidades «hori­zontales». No. Lo más gra­ve, en primer lugar, es que su­pri­men lo más importante: nuestra identidad «vertical», la política, la nacida del con­curso de vo­luntades y es­fuerzos comunes, la identidad real operativa de «movilizado por un pro­yec­to común», porque niegan o des­precian la dimensión emi­nen­temente superior de lo polí­tico y de la his­toria. Y terminan asumiendo inevitablemente toda la política y toda la cultura del régimen do­mi­nante.

El identitarismo etnicista (ferozmente enemigo de las identidades po­lí­ticas y, en consecuencia, enemigo funda­mental de cualquier in­ten­to rebelde o re­vo­lucio­nario) no sólo supone una re­ducción brutal (tanto en lo individual como en lo comunitario) a los factores de un nivel, el étnico o el biológico, sino que, encima, para colmo, desata una dis­cri­minación o «limpieza» de fac­tores étnicos, de elemen­tos del nivel al cual ha reducido el «he­cho comunitario» o indivi­dual. Es decir -para poner un ejemplo gráfico- no sólo se establece que la identidad de Ca­ta­luña consiste en sus aguas, sino que se discrimina al Río Ebro porque nace en Reinosa o se ignora al Mar Medite­rráneo porque trae agua del Atlántico. El materialismo zooló­gico (buena definición de Trotsqui) es una ca­la­midad no sólo por reducir los pueblos a un «zoo», a su dimensión ani­malesca, arran­cándole otras facetas y dimen­sio­nes que representan ni­veles de carac­terís­ticas mucho más im­por­­tan­tes que los sanguíneos, topográficos o costumbristas. Es una calami­dad mayús­cula porque va más allá de «clasificar a los seres humanos a un sólo nivel puro», puesto que al concebir como problema mayor que exista más de una especie en el «zoo», trata, por consiguiente, de erradicar la misma di­ver­sidad animal para imponer una sola especie o una sola raza. Así pues, los identitarios etnicistas comparten con los mundialistas y con sus tan odiados «partidarios del mestizaje», el mismo senti­miento bá­sico: el odio por la presencia de las diferencias.

Algunos advirtieron que comunismo y capitalismo eran brazos de la misma tenaza. Hoy ocurre algo similar. Nos hallamos entre la tenaza antipopular, anticualitativa y anti-diferencialista del mundialismo por un lado y del etnicismo identitario por el otro. El mundialismo aboga por erra­dicar las dife­ren­cias. El etnicismo por exa­cer­barlas para que unas se encar­guen de eliminar a las otras. El brazo mundialista de la tenaza es des­preciar las diferencias, con objeto de des­natu­ralizar y nivelar por lo más generalizado y por lo arbitra­ria­mente considerado como «hu­ma­no universal» (pues no es universal sino algo subjetivo generalizado a toda la especie huma­na). La otra parte de la tenaza, la et­ni­cista, exa­cerba las diferencias «naturales» o «ad­quiri­das» (o creadas a posta para marcar distancias como sea) ra­cio­nalizando prejuicios e in­te­reses particulares, para erradicar la riqueza y uniformizar un terri­torio y un pueblo entero. De la misma forma que el mundialismo gene­raliza una subjetividad a todos los pueblos del mundo, el etni­cismo dis­cri­mina de un conjunto (o se inventa) una serie de carac­terís­ticas étnicas, las presenta como esenciales y homogéneas para todo el conjunto, y em­prende así la uniformización, asimilación o «normali­za­ción» de to­das las partes de la po­bla­ción étnicamente «anormales».

Mun­dialismo y etnicismo se basan en los mismos presupuestos an­tro­­poló­gicos, res­pon­den a las mismas leyes, y pre­tenden el mismo fin.

En conclusión: el etnicismo no sólo es uno de los dos grandes enemigos declarados de las iden­tidades políticas e históricas, sino que es también uno de los dos mayores ene­migos de las iden­ti­dades étnicas, pues al considerar como ene­migos naturales otras etnias presentes, ine­vi­ta­ble­mente trata de «ba­rrer la ame­naza» o la «compe­tencia natural» .

                                                                                   

ORIENTACIONES

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No permitir que la bandera identitaria caiga en manos etnicistas
A. González

En las últimas décadas, diversos grupos y tendencias han ido aparecien­do en escena para proclamar su rechazo frontal al avance de la uniformi­zación y disolución general de los pueblos. Una uniformización y disolución que se ha acelerado en el interior de cada estado, y que super­potencias, organismos y corporaciones multinacionales han ido forzando a lo largo y ancho del mun­do. Para combatir esta apisonadora mundialista y mundializada que va laminando y desnatura­lizando culturas y naciones, muchos grupos «in­conformistas» («en contra de lo que hay») han adoptado el nacio­nalismo y esgrimido los «hechos diferenciales» étnicos como soporte principal de su causa.

Pero esgrimir, a secas, los «hechos diferenciales», nada significa en reali­dad. Pues lo importante no es reconocer «hechos dife­renciales» culturales, na­cionales, territoriales, étnicos o de cual­quier otra especie, sino establecer cuales, porqué y para qué se determinan diferenciaciones o dis­crimi­naciones, diferencias culturales y particularidades nacionales.

Como ejemplo propio, los españoles hemos podido comprobar durante un cuarto de siglo para qué ha servido, finalmente, la reivindicación de los «he­chos diferenciales»: para que unas organizaciones sub­sidiarias del estado blin­dadas por una «cosa nostra» étnica, se hayan ido apropiando de la cosa pública (y privada) en las parcelas territoriales que han reclamado suyas en exclusiva bajo la bandera de una historia, lengua, sangre, costumbres o temperamento «diferente», y poder manejar más competencias y presupuestos. Como todo el mundo sabe que los nacionalismos vascos, catalanes, gallegos o canarios no son frentes políticos que pongan en cuestión el régimen político, el montaje cultural y el modelo socio­económico del presente, sino que todos sus objetivos se concentran en coger la mayor tajada posible de los recursos generales dis­ponibles y controlar en exclusiva sus territorios con los que presumen fundirse, no voy a insistir más en ellos.

Así que voy a referirme a ciertos grupos que se proclaman «identitarios» e incluso «antisistema». Ustedes dirán que necesidad tenemos de referirnos a grupos tan minoritarios, cuando son los nacionalismos «oficiales» los que van imponiendo sus demandas. Las respuestas son sencillas: la primera es que, como se acaba de decir, casi todo el mundo sabe que tales nacionalismos no constituyen fuerzas «contrarias» al rumbo político actual, ni buscan ningún modelo socio­económico ni alternativa cultural a la que hay. Su obsesión se reduce a garantizar un mayor presupuesto, que el mismo mercado, el mismo consumo y la misma producción utilicen la lengua vernácula, y que el dinero que se recaude en un sitio, por supuesto, sea sólo para «su gente». Así que por eso no engañan a nadie, o a casi nadie.

Pero diferente es el caso de ciertos grupos que han empezado a enarbolar las banderas de las identidades, declaradamente populistas o presuntamente «defensores» o «restauradores» de «viejas esencias» ya muy mixtificadas, pues éstos sí que están engañando a todos en dos elementos fundamentales: en su posición ante el sistema y en su oposición al uniformismo y al arrasa­miento de las identitades. Así pues, la segunda respuesta es que, como este blog se dirige a gente que se considera disconforme con lo que hay, y porque nos interesa sobremanera el asunto que advierte el título (no dejar que la bandera identitaria caiga en manos etnicistas) hemos de empezar a despejar esta cuestión básica, vital, para los «reductos» de la población conscientes de la necesidad de una alternativa.

Como las nacionalidades son campo ya «reclamado» y más que trillado por los nacionalismos del régimen, suelen estos supuestos «identitarios» tomar otros marcos o conjuntos de identidad étnica, comarcales, nacionales (de los estados constituidos) subcontinentales o incluso raciales o subraciales. Como ya se advirtió, hay que preguntarse, en primer lugar, el porqué y para qué sirve todo su discurso de defensa de las identidades. Y en segundo lugar, que toman por identidad defendible. Yo les advierto que basta un repaso de los discursos de muchos supuestos «infantes terribles» o «peligrosos», desde los llamados nacional-revolucionarios hasta los reformistas populistas, pasando por los «reconquistadores» de supre­macías o «edades doradas» del pasado, para darse cuenta que no sirve, en absoluto, para abrir brecha y conformar una nueva mentalidad que se enfrente al individualismo, al unifor­mismo y al econo­micismo asfixiante del mundo actual.

Sus discursos están sirviendo para todo lo contrario: para justificar y defender la supremacía de este sistema pluto­crático, del «pensamiento único» famoso y sus mecanismos de poder político, social, económico e ideológico, y de paso, y por supuesto, el «status» material privilegiado de los componentes del primer mundo: un nivel económico con­seguido por motivos históricos, coyunturales, y no por méritos de las pobla­ciones o generaciones actuales.

Todos estos pseudoidentitarios prooccidentales no utilizan mitos «irra­cionales» como pudieron utilizar­los otros grupos en épocas anteriores (esto también sería discutible), o sea, para contrarrestar las fuerzas y artificios eco­nomicistas, evolu­cionistas y uniformizantes en los que se basa el mundo occidental, sino para defender este mismo mundo occidental. Da lo mismo que hablen de «herencias naturales», de los «valores de la civilización» o de «raíces» de cualquier especie. Lo mismo que hablen de defender una religión como del progreso técnico. Lo mismo que hablen de mitos imperiales como de las libertades individuales. Lo mismo que hablen de vírgenes cristianas como de paganos bárbaros. Todos estos cánticos se descubren, si se presta apenas atención, como retórica romántica y espúrea para encubrir la cruda y des­carnada realidad del Occidente, que es lo que acaban defendiendo.

Durante la guerra fría el elenco de las llamadas «fuerzas nacionales» (re­for­mistas, reaccionarias o conservadoras) tanto europeas como sudamerica­nas, emplearon discursos plagados de llamamientos juveniles revolucio­narios según unos, o defensas viejas de la patria, de la religión, de la familia, o de la raza según otros. Pero todo eso fue utilizado para acompañar e, incluso, respaldar el mundo que públicamente se decía de­testar por injusto, corrompido, desalmado, viciado o degenerado. Aquellas referencias eran, sólo en apariencia, «disonantes» con las del discurso «racional» o con­vencional dominante, pues pronto se podía descubrir que, mientras unos eran simples «radicalizaciones» de alguna de las dos alas del frente político «res­petable», otros eran cantos estériles a la luna, y algunos otros (éstos eran los más graves) eran adulteraciones o caricaturas de valores serios para degenerar bien en aberraciones e insensateces fácilmente atacables por todo el mundo, o en pretextos mixtificadores para recubrir las descarnadas razones reales que mueven al llamado «Mundo libre». Por mucho que los dueños del poder los desprecien con patadas e insultos, estos animales muy poco políticos nunca aprendieron (o aprendieron muy bien) y siempre sirvieron como perros fieles de ese poder.

Ahora vuelven a las andadas los mismos perros. Todo su presunto rechazo al globalismo desalmado, desnaturalizador y reconvertidor de tierras, pueblos y personas en solares, máquinas y mercancías, todas sus quejas contra esta sociedad formada por humanos reducidos a objetos y sujetos estacionales de producción, de consumo y deshechos en compra­venta, se quedan en un «desagrado» por algunas consecuencias del proceso, pero un proceso que aprueban no sólo como necesario e inevitable, sino como «fruto» del tipo de sociedad que han de defender. Al final no sólo no atacan esa uniformización y esa progresión disol­vente que decían contra la que dicen que luchan, sino que afirman fervorosamente que todos estamos obligados a defender esa homogeneidad apisona­dora para nuestros pueblos, en nombre de una «paternidad» o unas «raíces» (unívocas y homo­géneas) religiosas, vitales, culturales, racionales e identificadoras.

En definitiva: para los social patriotas, los pseudoidentitarios occidentales coinciden descarada­mente con esos mundialistas a los que dicen atacar: coin­ciden nada menos en ver «superior» el «modo de vida» y el tipo de sociedad occi­dental. Nosotros denunciamos que los pseudoidentitarios sólo dis­crepan de los mundialistas en dos cosas: primero, de la sinceridad de los abierta­mente mundia­listas, pues éstos desprecian los cuentos románticos de nostálgicos y mitó­manos al recurrir a otros engaños más políticamente correctos para justi­ficar el desenvolvimiento de Occidente; y segundo (y aquí discrepan más rabiosos los pseudoidentitarios) porque en vez de reservar ese modo de vida y privilegios socioeco­nómicos para los pueblos elegidos o «avanzados», los mun­dialistas anuncian querer propa­garlo a todo el mundo.

Estos pseudoidentitarios son como los exclusivos de su raza: para ellos Occidente debe quedar reservado para el «mundo avanzado», que para ellos es sinónimo de más dinero, gente «moderna» y aparatos «vir­gueros». En cambio, progresistas y liberales (que tienen la misma idea que los pseu­doidentitarios de lo que significa «avanzado») son algo parecido a los «evangeli­zadores»: para ellos Occidente debe «reconvertir» los pueblos infantiles o atrasados del resto del mundo.

Tanto occidentalistas «exclusivos» como la derecha de los occidentalistas «pro­pagadores» coinciden también en absolver a Occidente en la generación de las desgracias y miserias del resto del globo: para ambos tales desgracias y miserias no son culpa de la destrucción de su hábitat y sus comu­nidades por Occi­dente. Para los «exclusivos» porque las víctimas son unos primates incapaces de adaptarse a una cultura superior; para la derecha «mundialista» porque esos pueblos todavía no han culminado esa reconversión occidentali­zadora que les extirpe absolutamente todos sus «viejos hábitos».

Por eso hemos de combatir la confusión. Por eso hemos de desenmas­carar a los farsantes y arrancar a los pseudoidentitarios la bandera de las identi­dades. Por eso hemos de negar rotundamente que son alternativa a los mundialistas, pues sólo les cabrea que su «tesoro» sea compartido entre los «otros» o sin exigir devociones a ciertos mitos particulares. Habiendo estado «subidos a la parra», les molesta que «los de abajo» se la muevan, bien porque emigren acá, bien porque las empresas se deslocalicen allá, bien porque sus mercaderías desplacen los productos nacionales.

Por eso que no espere nadie críticas sostenidas a la lógica del capitalismo, ni nada por el estilo, sino incitaciones de odio a otros pueblos, incurriendo en la mayor de las contradicciones, porque si dicen defen­der las identidades de los pueblos y los hechos diferenciales entre culturas ¿Porqué siempre se descubren odiando otras identidades y cri­minalizando justamente esos hechos diferenciales? El que dice amar la bio­diversidad ¿Cómo puede presumir de desprecio por las demás especies?

Así pues, ante cualquiera que aparezca esgrimiendo la bandera de la Identidad, hay que emplear la misma precaución radical como cuando vienen con conceptos como defensa de la Patria o de la Libertad. Desconfiar por norma, pues todas estas referencias han sido pervertidas y utilizadas como encubridoras de las razones e intereses más espurios de Occidente. Hay que ver porqué y para qué emplean todas estas ideas. Porque con la confusión se viene una segunda consecuencia: mucha gente acaba por escupir sobre todas ellas, asqueada con el sentido y el contenido que les han dado. Si nos importa la libertad, no tengamos reparo en inquirir con dureza como Lenin y Mussolini. Lenin preguntó «¿Libertad? ¿Libertad para qué?» Y Mussolini desenmascaró a «aquellos defensores de la Libertad que la reclaman y se la apropian para sí, para negár­sela a los demás». Los que levantamos la bandera de las identi­dades hemos de inquirir sin contem­placiones «¿Identidad? ¿Identidad para qué y ser implacables contra «aquellos defensores de la Identidad que la reclaman y se la apropian para sí, para negársela a los demás».

 

 

 

ORIENTACIONES

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La desmotivación de las «juventudes»

(Rescatamos un artículo publicado en «La Conquista del Estado», firmado por «Ferro». Aunque nosotros no confiamos en presuntos «designios históricos» ni en «regeneraciones espontáneas» de ningún tipo, veinte años después tenemos aún más motivos para preguntarnos lo mismo que el autor.

Es notorio que nos halla­mos en una época de desengaños y contradic­ciones, de concepciones demolidas y cambios rotundos, de morales hundidas y de febril afán antagonista. Una época dominada por la atoxia de los hacedores de esta "nueva sociedad", infames leguleyos que con el martillo de Nietzsche critican el filosofar mientras (cuán grande es su hipocresía) no cejan en su intrigar por imponernos las nuevas costum­bres.

De todas estas subversiones pronto destaca la dejadez en que se encuentran las juven­tudes, sabiamente entregadas a los brazos del dios de los sueños, Morfeo. Los políticos y sus “maniobradores” han ido creando mil mitos con los que distraer a los jóve­nes, mil superficialidades que roben a cada momento su atención, que nublen conti­nuamente su espíritu critico. Resulta, en efecto, alarmante que la rebeldía de las juven­tudes brille hoy día por su ausencia; poco, muy poco, parece quedar del talante disconforme, crítico y supe­rador que en otro tiempo les caracterizara.

Desde luego revolución ya no es una palabra en labios de los jó­venes. Vuelve a ser expresión de un esquema obsoleto en bo­cas de izquierdistas. Ya no hay que temer a la Revolu­ción. Se ha llegado a una simbiosis democrática que es­grime, como primer argumento y condición, la negación de dogmas políticos propios, tanto de derechas como de iz­quierdas. ¿Hay quien se atre­va a negar la prosperidad que disfruta el gran capital con los llamados "socialistas"? Las iz­quierdas saben como benefi­ciarse copiosamente de la Banca, olvidando pretéritas vindicaciones; las derechas parecen estar tranquilas mientras no peligren sus privilegios, y todo lo que no les rinda beneficios no mere­cerá su "leal oposición" en el Parlamento. Y así vemos la gran algarada que montan las derechas cuando en una nación lejana como Perú, se decide nacionalizar el servicio de crédito. Por su parte, las izquierdas aún enarbolan su tan mermada capacidad revolu­cionaria. Confiad, pues, políticos todos, vuestro bien­estar a la tranquilidad que os otorgan tan merecidas poltronas; seguid velando el sueño de la Nación, no hay peligro pues ¡Por fin! parece ser que no habrá revolución alguna.

Cabe preguntarse qué sucede con las juventudes. ¿Es causa de su desidia la abulia? ¿Les invade acaso el tedio? Son, esto sí es claro, negligentes en grado extremo. El limbo, el onírico estado al que han relegado el alma de las juventudes, ha sembrado, en éstas, una pesada languidez, un repulsivo aburrimiento que las hace despreocuparse de todo y de todos. Triunfa el ególatra y el egoísta, es el tiempo del individuo sobre la comunidad; prima el individuo sobre la persona.



Pero más allá: ¿Desidiosos o abúlicos? Lógico es que su falta de aplicación (su inerte trayectoria) sea originada por lo que las marca: su ausencia de voluntad. Quizás deberíamos haber señalado antes este aniquilamiento de la voluntad, pues ésta es la raíz última de la sumisión juvenil. El consumismo arro­llador, la tolerancia de esta izquierda derechista, el le­tal adorme­cimiento que dosi­fican los medios de difusión de masas y el creciente nivel de vida para demasiados jóve­nes ociosos, son factores determinantes en la anulación de la personalidad, imponién­dose una identidad común so­bre las cualidades diferen­ciadoras de cada persona. Eliminada la potencialidad volitiva del sujeto, el ca­rácter y la personalidad se pierden en pos de un esquema único. El embrutecimiento es tal que, siendo los hábitos y costumbres de los jóvenes idénticos, éstos se ven arrastrados por un servil egoísmo que les llevará a ese desprecio generalizado del que antes hablábamos. La ma­yoría de los jóvenes emplean sus cinco sentidos tal y como les adoctrinan, la mayor par­te son copias tediosas, y su fastidio y repugnancia les hunde en el más des­pre­ciable de los en­grei­mientos. Tan vanidosos que acentúan su condición brutal haciendo oídos sordos a la politici­dad que caracteriza a la especie humana, afianzándose en el "yo y mis apetencias".

Nos encontramos, tras este rápido análisis con una cui­dadosa maniobra de las oli­garquías dominantes. Los que se encuentran sumergidos en el citado proceso de abur­guesamiento nunca acertarán a ver que se oculta tras el deleite que se les ofrece. De todas formas, esta aparente felicidad no durará más tiem­po del que les permitan los inmutables ciclos históricos.

Predecir la crisis del trági­co sueño, de esta placentera concordia -la simbiosis democrática antes mencionada­- que es la gran culpable; au­gurar el final de tan nefasto bienestar no es tarea difícil. El ciclo demoliberal se acer­ca a su crepúsculo. El protagonismo de las juventudes en el final del som­nífero letargo es indudable, si bien estará notablemente rebajado por la amnesia que empantana sus ánimos. De un modo u otro quedarán involu­crados, les guste o no les guste. Su participación ven­drá cuando se pregunten qué será de ellos mañana, o cuan­do vean la crispación de los millones de compatriotas re­bajados a la indigencia o a la indignidad. Quizás el pri­mer conato del resurgir rebelde en los jóvenes, ocurra cuando éstos reclamen hacer algo por sí mismos y se les niegue.

Indefectiblemente, las ju­ventudes comprenderán que han sido drogadas, que aunque no lo creyeran había algo más que una jarra de cerveza, una sonrisa fácil o una burla de todo. Por designio histórico, generacional, las juventudes están llamadas a ser las ar­tífices de su propio destino, es espíritu genitivo de un Nuevo Orden.

 


ORIENTACIONES

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Es hora de las definiciones

A. González


Vivimos en el mundo de la confusión, en el mundo del equivoco y de la ambigüedad permanente, donde las palabras no significan nada en sí mismas, sino que dependiendo de la «figura» que las diga y del medio donde éstas sean pronunciadas adquieren un significado u otro, incluso, opuesto. Así pues palabras como libertad, justicia, diálogo, solidaridad o talante ya no comunican nada, pues son utilizadas por distintos interlocutores como cortinas de humo destinadas a ocultar las intenciones reales de cada uno.


Lo mismo ocurre con los términos políticos destinados -en la medida de lo posible- a clasificar y cla­rificar las distintas opciones, propues­tas o ideologías.

 

Somos conscientes que seguramente habrá alguno que nos objetará que las ideologías están muertas. Pero he aquí que la realidad es tozuda y con la «muerte de las ideologías» ha pasado lo mismo que con «el final de la historia»: que la historia sigue, igual que las ideologías no han muerto. Esos decretos no han pasado de ser meros enunciados que expresan más un deseo del sistema que una realidad objetiva. Pero volvamos al tema, decíamos que los términos políticos están para de una forma sencilla intentar explicar las dife­rencias de pensamiento y metodologías existentes entre las distintas ideologías. Así pues podemos observar a liberarles, conservadores, socialistas, social demócratas, comunistas (leninistas, trotskistas, estalinistas, maoístas, etc.) aparte de anarquistas, fascistas, falan­gistas, nacional socialistas, nacional revolucionarios, populistas... y otras clasificaciones tan extravagantes como minoritarias.


Hasta el momento todo parece claro: la derecha, el centro, los pro­gresistas, los socialistas, los izquierdistas, la extrema izquierda, el fascismo, la ultra derecha... cada uno con sus programas, con su ideología, con su historia y con sus símbolos. Ésta sería la foto fija de la realidad y sus actores con el peso específico de cada uno. Pero la realidad no es, de ningún modo, tan simple, sino que, por el contrario, está llena de componentes y matices, y es, ante todo, dinámica, y los que ayer se situaban en un campo determinado y se definían de una forma... hoy intentan, mediante una serie de piruetas teóricas y, sobre todo, a través de una operación cosmética, presentarse como lo que no son, generando con eso más confusión al escenario político y, lo que es más grave, intentando engañar a los destinatarios de su mensaje, el ciudadano, ofreciendo la misma mercancía averiada e in­servible de siempre... con otro envoltorio y palabras que significaban lo contrario de lo que ahora envuelven.

Esto que decimos es verificable en cualquier parte del mundo. Pero como escribimos en España, para militantes españoles, pedimos observar este fenómeno en nuestra patria. Desde la transición del 77, un sector político de la sociedad española ha ido perdiendo peso político a medida que iba transcurriendo el tiempo. La ultraderecha española, con sus distintas familias desde 1977, es incapaz de organizarse, es incapaz de ofrecer un discurso coherente, es incapaz de obtener unos resultados electorales mínimamente aceptables... en definitiva, es un sector de incapaces que sólo hace llamamientos a la unidad sin contestar claramente a estas tres cuestiones: ¿Unidad por qué? ¿Unidad para qué? y ¿Unidad con quien?. Un sector que, en lugar de asumir que su tiempo histórico ya pasó, se empeña en seguir presente en la vida política, pero travistiéndose cuantas veces cree oportuno y adoptando cada cuatro años un nuevo término para cubrir su incapacidad.
Hoy no hay página en Internet, foro de debate, ni publicación en papel en que las distintas formaciones de ultra derecha se denominen a sí mismas como social patriotas, cuando sólo con echar un vistazo y sin entrar en profundidades (cosa por otro lado imposible pues no se puede profundizar en lo que no tiene fondo) vemos que es lo mismo de siempre: nostalgia de un caudillo, nacional catolicismo, capitalismo nacional, racismo... todo eso aderezado con grandes palabras como Unidad de la Patria, Revolución Nacional o Sumar Voluntades, que nada dicen porque quienes las pronuncian son como esos personajes de las películas de serie «B» sobre muertos vivientes o películas como «Torrente».

Por eso es preciso que la generación que ha alcanzado la madurez política después de la instauración de la monarquía parlamentaria defina con precisión y claridad que son o somos los social patriotas si no queremos convertirnos en el acompañamiento coreográfico de esa ultra que antes estaba con Franco y hoy se queja del Partido Popular de Rajoy pero le vota y no duda en hacer de «seguratas» de la COPE, a pesar que ésta demuestra sentir un profundo (y lógico) desprecio por esa derecha cavernícola, trasnochada y casposa que tiene como respaldo.

Ser y definirse social patriota es colocarse frente al sistema y sus instituciones, no sentir ningún tipo de nostalgias por las formas, las fórmulas y los símbolos que, en el pasado, pudieron tener alguna efectividad en el mundo bipolar que les tocó vivir. Es tomar partido por la patria entendiendo esta como proyecto hacia el futuro, como factor integrador, como misión histórica enfrentándola al nacionalismo que no ve más allá del cementerio, de la tierra, de los ríos, de las etnias que con ese encanto sensual impide cualquier ejercicio de lucidez y que nos hace caer en el más absurdo chauvinismo, paso previo para la exclusión, la uniformización y el aplastamiento de las fuerzas que observamos y creemos que en la diferencia y las identidades radica la fortaleza, la riqueza y la vitalidad de un pueblo.

Social patriota es aquel que observa la realidad de pie, con los dos ojos, y es consciente de que la lucha no se plantea solo en términos políticos, o solo en términos culturales, o sólo en términos socio-económicos. Que la lucha es ante todo entre dos tipos humanos, dos modelos de civilización: la civilización que está y hoy domina la prác­tica totalidad del planeta, la Civilización Occidental; y la que está por renacer, en nuestras manos y sin manías anacrónicas, la Civilización Europea.


Social patriota es aquel que es consciente de que los intereses del capital, de las multinacionales, de grupos financieros, de los mono­polios mediáticos... no equivalen, en modo alguno, a las necesidades de los ciudadanos y toma partido por los hombres y mujeres que con­forman la patria. Que apuesta y lucha por el establecimiento del so­cialismo, entendiendo por tal la defensa y la promoción de los más frente al egoísmo institucionalizado y la avaricia de los menos.


Social patriota es aquel que es consciente que el hombre es un ser trascendente y no se deja encerrar por ninguna forma religiosa deter­minada, porque los social patriotas no estamos para defender mer­cados cautivos ni man­tener los privilegios de ninguna sacristía (sea ésta negra, blanca, verde o roja) sino para luchar para que lo sagrado esté presente en la vida de la comunidad nacional.

 

Social patriota es aquel que entiende y lucha por la implantación de un Estado fuerte como plasmación del poder popular y ciudadela donde se defiende sus necesidades frente a los intereses de los grupos políticos, mediáticos, financieros o religiosos. Que cree firme­mente en la preeminencia de los valores y por consiguiente sitúa la política por encima de la economía.

Esto es lo que significa ser social patriota. En otros ambientes existen otras cosas, llámenlas como quieran, nos da igual, ya saldrán sus defensores a acusarles de usurpadores o travestidos. Pero que no en­fanguen ni confundan más a la gente lo que es y lo que significa ser social patriota. Aunque para todos, incluso para ellos mismos, lo mejor sería que la ultra derecha desapareciera, pues su tiempo ya ha pasado si alguna vez tuvieron alguno.