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CULTURA

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Libro antirracista secuestrado

por la Democracia «antirracista»
Por Natalia Segura

En el mundo donde nos ha tocado movernos, posiblemente el peor problema que hemos de afrontar consista en tener que vivir -mejor seria decir: en tener que sobrevivir- bajo el imperio de las imposturas de todo tipo.

Igual en la vida pública como en la esfera privada, lo mismo en el campo de la acción política -local o internacional- como en el pen­sa­miento -político o filosófico-, tanto en el mundo laboral -como produc­tores o demandantes de empleo- como en nuestra faceta de usuarios y consumidores... en todos ellos, nos vemos expuestos, perma­nente­mente, y sometidos, en mayor o menor intensidad, a múltiples intentos -muchos ellos coronados con éxito- de estafas, engaños y falsifi­ca­ciones. Si no lo más nefasto, este hecho sí es, con todos los deshono­res, uno de los problemas más perjudiciales de nuestra época.

Tanto desde los frentes oficiales como desde los sectores su­puesta­mente rebeldes e in­con­formistas, con­tinua­mente nos envían, y pre­tenden que acep­temos, unas mercan­cías que sirven, justa­mente, para todo lo contra­rio de lo que nos anuncian que sirven. Pues lo peor no es dar­le veneno a la gente, sino hacer pasar el veneno como alimento o me­dica­mento.

La im­postura se ha erigido en una especie de «norma consti­tutiva» de las socie­dades actuales y, por tanto, en una carac­terís­tica esencial que, la­men­table­mente, impregna las con­ductas y el sentir de nuestros con­tempo­ráneos. Es ésta una situación que no dejan de notar muchas personas que, sin embargo, se han re­signado a seguir con el rollo, queriendo creer cómoda­mente, por lo demás, que nunca se verán com­­­pro­metidas ni afec­tadas de forma irre­me­diable por ella, y que siem­pre podrán salir re­cu­perados de en­gaños e im­posturas sin más con­se­cuencias que perder unos cuantos billetes o quedar­se en ridículo si descubren el pastel.

Peores que todas las estafas eco­nómicas y que cualquier variante del timo de la estam­pita, más dañinos que la suma de todos los fraudes pira­midales ocurridos o por in­ventar, son, sin duda, los fraudes polí­ticos-sociales y las im­posturas ideoló­gicas. Alguno de nosotros, por ejemplo, hemos tenido que soportar en­cuentros –mejor decir en­con­tronazos– con los acti­vistas libertarios, a quienes vulgar­mente cono­cemos como guarros, que se anuncian como defen­sores y re­clamantes de la «Libertad», cuando, en la práctica, sus in­ter­ven­ciones más cono­cidas en la calle consisten, pre­cisa­mente, en violentar mani­festa­ciones «políti­ca­mente in­co­rrectas», en practicar el mato­nismo para re­ducir al silencio a los últimos reductos contestarios, e im­poner de­fi­ni­tiva­mente el pensa­miento único.

De­termi­nadas acciones re­presivas que no pueden ejecutar abierta­mente los cuerpos y fuerzas de seguridad del llamado Estado Social y Demo­crático de Derecho, las cometen esos matones libertarios, quie­nes, para mayor broma macabra, también les gusta publicitarse como ene­migos de cual­quier clase de «dictadura» o «auto­ridad». Otra im­postura política que se de­muestra en cada ocasión que actúan como guardia política del ré­gimen, cada vez que aparecen como agentes auxiliares de la brigada político-social. Pero al igual que pasa con los liber­tarios, ocurre con un abanico de grupos y sujetos que van desde los lucha­dores por la libertad de la extrema izquierda, tan falsos como los lucha­dores por la libertad del Pentá­gono y del Partido Popular, hasta las auto­de­nomi­nadas fuerzas nacio­nales, o área patrió­tica, es decir, eso que cono­cemos como extrema derecha.

Para cual­quier español in­con­formista o crítico, el más peli­groso e irri­tante fraude para sus aspira­ciones de una España, una Europa o un mundo mucho menos in­justo y mucho menos co­rrom­pido que el que vivimos, lo re­presenta la exis­tencia de esos colectivos e individuos que han estado hacién­do­se pasar como in­con­formistas cuando son los milicianos del sistema, a su «derecha» o a su «izquierda». Pero lo peor, sobre todo, consiste en esos mismos rumbos políticos e ideoló­gicos que siguen pre­sen­tándo­nos como «anti-sistema».

Reseña de un desenmascaramiento:

«Tres Ensayos contra la Modernidad»

de Carlos Caballero

La re­producción por Edi­ciones Nueva Re­pública de «Tres Ensayos contra la Moder­nidad» de Carlos Caballero que apa­re­cieron en los números 7º (otoño 1995) 14º (verano 1997) y 16º-17º (primavera 1998) de la ya desa­pare­cida revista «Hes­­rides» (una de las mejores sagas de la pe­queña disi­dencia española) signi­fican un de­sen­mas­cara­miento, sencillo de leer y completo en lo esencial, de dos de las mayores im­posturas con­ver­gentes del presente. Imposturas con­ver­gentes porque, en sentido con­trario pero com­plemen­tario, las pro­mueven por un lado las tribunas bien­pen­santes y política­mente co­rrectas, y por el otro las su­puestas fuerzas in­con­for­mistas o polí­tica­mente in­co­rrectas. La primera de ellas es que el de­ter­mi­nismo racial y los nacio­na­lismos significan fuer­zas de opo­sición radi­cal al cosmo­poli­tismo; y la segunda estafa es que las socie­dades abiertas –como la famosa «globalización»– son con­trarias a los naciona­lismos o aspiran a una supe­ración real de éste.

Es urgente desen­mas­carar estas dos enormes im­posturas com­ple­men­tarias de la era con­tempo­ránea, que han tenido un éxito fabuloso –sin ir más lejos, es im­posible co­nocer la historia reciente y la actua­lidad de nuestro país sin evaluar el im­pacto de los na­ciona­lismos– y que re­portan unos in­mere­cidos «pedigríes de lucha», tanto para el «frente» de los demó­cratas bien­pen­santes anti­rra­cistas y no nacio­na­listas, como para los naciona­listas –demo­cráticos, progre­sistas, con­serva­do­res, radi­cales, fas­cistas...–.

En el primero de sus «Tres En­sayos», Carlos Caba­llero ataca al nacio­na­lismo; en el segundo, al racismo. Pero los ataca sin partir, de ningún modo, de los dis­cursos o modas cultu­rales domi­nantes, sin echar mano de sus tópicos. Al con­trario: al criticarlos en serio, al atacar­los a fondo, el autor nos des­cubre que no son fuerzas in­volucio­nistas que regresan del oscuro pasado para im­pedir la «marcha feliz» del progreso ni combatir el triunfo de las socie­dades mundia­listas libe­rales. Carlos Caba­llero con­sigue, en pocas páginas, de­mostrar­nos lo que ambos bandos, su­puesta­mente antagó­nicos, esconden a propios y extraños: que los naciona­lismos –demo­cráticos o radi­cales–, al igual que el supre­ma­cismo racial, se han asentado y se alimentan de los mismos pre­su­puestos que la moder­nidad mundia­lista.

Los nacio­na­lismos han nacido y se han desarro­llado como compa­ñeras de viaje in­se­parables de la mundia­lización. Ni el naciona­lismo cuestiona las bases de la globali­zación liberal, ni ésta ataca las bases del nacio­nalismo. Ambos com­parten y quieren im­poner a todos los pueblos el mismo «destino» antropológico. Ambos fenó­menos son dos caras de la misma moneda.

Carlos Caballero nos recuerda que hasta las últimas décadas del siglo XIX, naciona­lismos, libera­lismos y progre­sismos marchaban uni­dos osten­­­to­sa­­mente. Es un hecho histórico que hoy, apenas, se tiene con­ciencia, pues intelec­tuales y «mass media» lo ocultan –u olvi­dan– de­libe­rada­mente. Pero esa simbiosis pareció quebrantarse cuando se acer­caba el siglo XX. Un artículo de Maurice Barrés, en julio de 1892 en «Le Figaro», puede con­siderar­se el pistole­tazo de salida de una de las mayores y más exitosas im­posturas de todos los tiempos: la oposición entre nacio­na­listas y cosmo­politas.

No se pre­tende aquí negar­le a Barrés la parte de razón que tuvo en sus de­nuncias de la situación de Francia, ni mucho menos abrir un auto de condena a su figura –ha sido ya maldito de sobra–. Lo que se juzga en estas páginas es una reacción que, sin duda alguna, era vital emprender ante la deriva de las naciones occidentales, pero que se pre­cipitó por el rumbo falso y estéril del naciona­lismo, preten­diendo un carácter de ruptura hostil im­posible con sus presupuestos originales y su desarrollo.

Unos textos muy incómodos para el «bando» de los naciona­lismos  

No dudamos que estos ensayos de Carlos Caballero son, como califica la editorial en la presen­tación, incómodos. In­cómodos para la «Corrección política» dominante. Pero suma­mente in­cómodos tam­bién para las milicias naciona­listas, erigidas en defen­soras de las esen­cias nacionales justo para terminar de des­truir los últimos vesti­gios comuni­tarios e identi­tarios de la nación real, al imponer una adul­te­rada «nación ideal», depurada de elementos que no responden al prototipo convenido por ellos como típico, y no re­co­nociendo más iden­tidad, a los ciudadanos, que la estanda­rizada identifi­cación nacional que los nacio­nalistas deciden imponer, convirtiendo y dejando así una nación lisa y atomizada, lista para ser entre­gada a las sociedades eco­nó­micas multi­nacio­nales que tratan a todas las naciones como paquetes de acciones.

Con Caballero vemos que el nacionalismo, pese a su palabrería, es sub­sidiario ideo­lógico del mundia­lismo occidental –por lo demás el único mundia­lismo que existe–. Es un hecho que compro­bamos cada vez que encon­tramos a los grupos naciona­listas dirigir sus ata­ques, justamente, contra las identi­dades que han logrado man­tener­se a salvo del cosmo­poli­tismo; un hecho que corroboramos cada vez que les escu­chamos unir en «in­diso­luble matri­monio» a nuestros pueblos con el mundo occi­dental; un hecho que ratificamos cada vez que esgrimen el derecho supremo de Occi­dente para erradicar cualquier resistencia de los pueblos a su dominio militar, cultural, tecno­lógico o económico; un hecho que confirmamos en todas las ocasiones que les vemos exigir el desa­rraigo completo para las personas que señalan como no genuinas o no idén­ticas a la in­divi­dua­lidad señalada como típica del país. Lo que de­fienden, en definitiva, es lo mismo que las exigen­cias liberales: una masa de individuos sueltos y homo­logados ante el Mercado y el Estado.

Para nosotros lo peor, lo más indecente de la derecha radical y de los naciona­lismos ha sido la con­fusión a la que han jugado desde siempre, anun­ciando ser contra­rios a un sistema cuando por lo que dicen, por lo que callan y por lo que hacen, lo respaldan –hoy lo hacen incluso con menos disi­mulo que ayer–, así como las falsi­fica­ciones de con­ceptos –como «Patria», «Unidad» o «Tradi­ción»– a la que, también desde siem­pre, se han dedi­cado con empeño.

Por eso, la primera dife­rencia que emerge entre nosotros y los abier­ta­­mente titu­la­dos «mundia­listas» (neo­con­servadores, liberales puros, progre­sistas o liber­tarios) es que nosotros no le re­co­no­cemos a los naciona­lismos –sean llamados «demo­cráticos» o «fascistas»– ningún carácter de enemigos o de fuerzas contrarias al proceso que directa­mente pro­mueve el mundia­lismo.

Por eso hemos insistido también en negarle a la derecha radical toda legiti­midad para ser con­siderados fuerzas nacio­nales. Porque no son nacio­nales, es decir, no tienen una idea de la nación como con­junto integrador de cuerpos o sectores sociales, terri­toriales y étnicos di­ver­sos, sino como una suma, un «corral», donde todas las partes han de quedar subor­dinadas a los intereses y sub­jeti­vismos de una o de algunas de sus partes.

Las derechas radi­cales no defienden la inte­gridad nacional: ellas son nacio­nalistas, que no sólo es distinto, sino radi­cal­mente opuesto. Hace seten­ta años un político de nuestro país insistía que la palabra «na­cional» era dema­siado elevada para permitir que la utilicen aque­llos en los que pre­dominan los intereses de grupo o de clase. «Nacional» sólo podía emplear­se para los que se de­di­caban a la empresa común, para los que concebían a la nación como un «valor total fuera del cuadro de valores parciales».

Los nacio­­nalistas invierten la situación: unos subor­dinan la totalidad de la nación a los valo­res parciales de una supuesta «voluntad ge­neral» que solamente representan ellos, claro; otros cons­­triñen su de­venir a una forzada «línea de la historia» inalterable que coincide exacta­mente, cómo no, con lo que ellos pretenden; y otros «sumer­gen» al pueblo entero en un recreado «ser nacional» fijo, en lo bio­lógico o en lo cultural. Porque lo que ha revelado siempre el naciona­­lismo es eso: primero una teoría hipó­crita de control absoluto, lami­nador y exclusivo de una tierra y de un pueblo, y luego de expan­sión e intenso desprecio im­pe­rialista. Tan pronto recurre a la voluntad general o la auto­deter­mi­nación, como echa mano de la línea –única– continua de la historia, como esgrime la esencia verdadera biológica o étnica.

Para nosotros es también muy re­velador ese rechazo visceral a la mera idea y dis­posición de asumir la nación como una inte­gridad, es decir, como un todo re­lacionado de partes di­versas que han de con­ciliar­se y defender­se –es decir: integrarse–, y no verse apiso­nadas por la mayoría natural –o por la minoría envuelta en la bandera nacional– o por el núcleo central. La nación real es una con­junción de grupos, cuerpos y fuerzas.

Pero es, sobre todo, una unidad histórica donde encon­tramos tanto unas raíces y evolu­ciones com­partidas como di­versas, un espacio que ha sustentado un devenir y un con­tin­gente humano com­puesto tanto de hechos dife­ren­ciales como de carac­teres comunes, una agru­pación sujeta tanto a nece­sidades e intereses gene­rales, como a una plura­lidad de de­mandas inter­medias y parti­culares. Hechos, carac­teres, necesidades, intereses... dife­rentes y comu­nes, que han venido inte­rrelacio­nándo­se en ese con­junto histó­rico llamado nación.

Con anterio­ridad al pro­ceso de diso­luciones y unifor­mismos de la moder­nidad, «nadie concebía agotarse en la per­te­nencia a una comu­nidad nacional, sino que aparecía ligado a una "cadena de comu­ni­dades"». Este rechazo visceral, por parte de muchos de los auto­procla­mados na­cionales anti­sistema, a ver la nación como una com­posición orgá­nica –es decir, viva– y no uni­forme –inorgánica–, en­laza directa­mente con el rechazo y el discurso que han mantenido las fuerzas nacio­nales ­­contra la propia exist­encia de parti­dos o el derecho a la dis­cre­pancia política.

Parece un rechazo suicida, pues, si se consti­tuyen como una minoría adversa a la política y la cultura domi­nante ¿Cómo es posible que nieguen la facultad para re­marcar un espacio político y cultural dife­rente a la «oficial»? ¿Cómo es posible que la minoría que dis­crepa de la mayo­ría, pida la diso­lución de minorías contrarias a los «valores de la mayoría»? Esto es literal­mente absurdo. La única expli­cación es que todo consista, como hemos dicho, en una im­postura, en una re­beldía virtual, que esos nacionales anti­sistema o in­con­formistas son «com­pañeros de viaje in­se­parables» del más estrecho con­formismo y del sistema.

Entendemos que lo más incómodo de los «Tres Ensayos» de Carlos Caballero para los que han pro­clamado un «naciona­lismo» opuesto al «cosmo­poli­tismo» y al «inter­naciona­lismo», es de­mostrar que los na­cio­na­lismos y la derecha radical no son, ni pueden ser, enemigos del cosmo­politismo y del inter­naciona­lismo. Es cierto que, cuando el «nove­centista» naciona­lismo radical in­sistió que una cosa era el «país real» y otra bien distinta el «país oficial», abrió la puerta para que un sector de ese naciona­lismo pudiera, más que evolu­cionar, re­volu­cionar­se, es decir, trans­formar­se.

Así pudieron aparecer fuerzas naciona­listas más o menos cons­cientes de una ene­mistad sus­tancial con el nacionalismo a secas, con el nacionalismo que siempre ha servido como última excusa de los canallas para sacri­ficar a los pueblos –tanto a los propios que dicen defender, como a los vecinos odiados que quieren someter o ani­quilar– en el matadero en defensa de intereses in­con­fesables.

¿Pero cómo han podido los naciona­lismos aparecer como alter­nativa al mundia­lismo, cuando no discuten el conte­nido de éste, sino sólo las fronteras del conti­nente? ¿Cómo han podido presentar­se como res­puesta política a los problemas de nuestros pueblos lo que deriva única­­mente de señales de «perte­nencias» naturalistas como la con­sangui­nidad o el asenta­miento perma­nente? Carlos Caba­llero también lo explica.

Sólo sumer­gidos en un clima de de­paupe­ración inte­lectual, un clima domi­nado por las simplezas del materia­lismo y de la filosofía positi­vista, y con un marcado indi­vidua­lismo, ha sido posible esta situación. Tratar de funda­mentar toda la acción polí­tica y todo pensa­miento en una cir­cuns­tancia terri­torial o etno­gráfica, es propio de una época y unas poblaciones infan­tili­zadas y posi­tivi­zadas.

Caba­llero nos expone al «Positi­vismo» como padre común del supre­ma­cismo racial y de las demás ide­ologías de la moder­nidad. Concebir a las naciones como especies obligadas a un constante e inevi­table anta­gonismo entre sí, es propio de la teoría de la evolución natural darwinista. Otra base común clave que com­parten con sus hermanos detes­tados «mundia­listas».

El naciona­lismo, al subor­dinar el pensa­miento y lo polí­tico a estas circuns­tancias des­criptivas y super­ficiales, comete la misma in­versión de la escala de valores que per­petran las ideo­logías que lo subor­dinan todo a los intereses eco­nómicos. Otro elemento que identi­fica estre­cha­­mente el nacio­na­lismo con sus tan odiosas ideologías eco­nomi­cistas, liberales o comu­nistas.

Si el nacionalismo es la defensa biológica –es decir, reac­tiva, instin­tiva– del cuerpo social o nacional, debido a esta fuerza de gravedad, más tarde o más temprano acaba iden­tifi­cando la nación con el modelo social esta­blecido, y se des­cubre completa­mente reac­cio­nario.

Si el naciona­lismo es la defensa de una línea histó­rica única, antes o des­pués, asume los inte­reses y la ideo­logía de los grupos de poder que han con­seguido tomar el control en la nación.

Si el nacio­na­lismo es la apo­logía de la mayoría natural o de la voluntad ge­neral, acaba, lógica­mente, de­sa­­cre­ditado como minoría in­con­gruente, y desar­mado ante cualquier moda que se im­ponga.

Sería in­justo olvidar que a lo largo de la historia han apare­cido algu­nos naciona­lismos re­volucio­narios o re­ge­nera­dores que reac­cionaban contra los males in­vete­rados de su nación, y contra las fuerzas insta­ladas y domi­nantes en ella, que con­siguieron alejar­se de esa fuerza de gravedad que es la defensa instin­tiva de lo nuestro a secas. Pero tu­vieron corto vuelo si man­tu­vieron la tara del naciona­lismo. Porque si quieren man­tener un empuje transfor­mador o re­gene­rador del cuerpo social y de su nación, que sea resistente a influencias disolventes o deca­dentes, tienen que des­prender­se de la carga del naciona­lismo, que les empuja a quedar atra­pados en la acep­tación y rec­reación de las miserias nacio­nales.

El naciona­lismo acaba exaltando y con­vir­tiendo en virtud las miserias de la nación, y des­cargando toda la res­pon­sabi­lidad de los problemas o de los errores en «agentes extran­jeros». Así los males, los errores, los proble­mas, nunca son con­secuencia de causas, agentes ni pro­cesos inter­nos, sino que se deben, siempre, a una «in­vasión», a los «cuerpos extraños».

Un libro anti­rracista tan in­cómodo...

que ha sido secuestrado por policías y jueces

de la Demo­cracia «anti­rracista»

Pero como hemos señalado, los tres ensayos de Carlos Caballero no sólo son incómodos para el frente nacionalista y polí­tica­mente in­co­rrecto que hemos des­crito, sino que lo es para el frente de lo Polí­tica­mente correcto.

Basta señalar un hecho clave: no han sido los naciona­lismos ra­dicales ni fascistas, ni grupos apo­logistas del supre­macismo blanco, los que han im­pedido la difusión de los «Tres Ensayos». No han sido ellos. Han sido las institu­ciones demo­cráticas, es decir, el esta­mento oficial del «bloque opuesto», el frente anti­rracista, las que ha secues­trado este libro... un libro que ataca el racis­mo con funda­mento.

Para nosotros esto constituye, más que una señal, una prueba de la suma in­como­didad de las explicaciones de Caballero. Pero enten­de­mos que el secuestro de este libro editado por Edi­ciones Nueva Re­pú­blica –además de cons­tituir una prueba contun­dente de otro enorme fraude, de otra siniestra patraña: que la Monar­quía Parla­men­taria y su España Cons­titu­cional es «un régimen de libertades públicas para los españoles»– es, sobre todo, una prueba que al frente anti­rracista le molesta pro­funda­mente una crítica fundada, real, de la xeno­fobia y del naciona­lismo. Si a eso se añade que, posible­mente, también le molesta que se denuncie la Glo­ba­lización –realizada por Caballero en su tercer ensayo– al margen de la anti­globali­zación auto­rizada por los mismos globali­zadores, eso quiere decir que han matado tres pájaros de un tiro.

Porque como ha denunciado otro pensador in­cómodo –el francés Charles Cham­petier– a propósito de la tormenta y del escán­dalo que ha despertado el Frente Nacional «cuando dicen que todos critican a Le Pen, se equivocan: Le Pen no es criti­cado, sino “demo­ni­zado”: se le trans­forma en “figura del Mal”, como ocurre con Hitler o Stalin, pre­cisa­mente para no tener que criticar­lo en cuestiones sustan­ciales. Los inte­lec­tuales ofi­ciales pre­fieren tocar la fácil parti­tura del Mal abso­luto, re­ducir­lo a una re­acción afec­tiva de re­pulsión orques­tada por los “media” ». Cham­petier mismo ha citado lo explicado por otro autor también in­cómodo, y por tanto también silenciado –el alemán Botho Strauss–: «Lo que el pensa­miento domi­nante ex­comulga, en realidad lo cultiva, lo ali­menta en grandes dosis y a veces in­cluso lo compra y lo man­tiene. El rostro im­pasible del pre­sen­tador y la boca vocife­rante del xenó­fobo forman la cabeza de Jano política».

Cham­petier ha explicado esta misma cabeza que señalaba Strauss «¿Qué alter­nativa se opone a la presunta “supe­rioridad” de ese Occi­dente blanco y cristiano de los argu­mentos lepe­nistas? ¡La supe­rio­ridad del Occi­dente liberal! Sostener la validez uni­versal e im­perativa de la ideo­logía de los derechos humanos y de la eco­nomía de mercado, im­poner a los in­mi­grantes su asimi­lación a un modelo consi­derado ejemplar –aunque todos sus pilares: Iglesia, escuela, partidos, sindi­catos, ejér­cito, sistema salarial, etc, se hallan en crisis–, oponer a la mise­rable argucia de una in­migración “racial­mente in­deseable” el argu­mento medio­cre de una in­migración “eco­nómica y demo­gráfica­mente útil”, todo eso significa ahora y siempre obe­decer al mismo im­pulso de dominio de un Occi­dente que deci­dida­mente no alcanza a pensar al Otro, si no es términos de nega­ción, ex­pulsión o con­ver­sión (...) Las soflamas naciona­listas y los ser­mones uni­ver­sa­listas vienen alime­ntados por el mismo deseo funda­mental de homo­genei­dad (...) Nunca se hará re­tro­ceder a la ex­trema dere­cha defen­diendo un sistema que por todas partes des­truye las comu­ni­dades de per­te­nencia y de con­vi­vencia, que considera la com­petencia de todos contra todos como el modelo único de vínculo social y que eleva sin com­plejos su propia historia al rango de destino plane­tario»

Ésta es la razón por la cual el antirracismo mundialista y los nacio­nalismos xenófobos acaban prestán­dose ayuda uno al otro. No es, por tanto, un colaboracionismo mera­mente coyun­tural, ni extraño, ni ca­sual, ni contra­natura.

El ejemplo del secuestro de este libro «Tres Ensayos contra la Moder­nidad» por parte de la policía y la justicia de la Monarquía parla­mentaria, es para nosotros, no sólo una coincidencia de acción por parte de los bien­pensantes anti­rracistas con sus supuestos con­trincantes, los naciona­lismos, sino otra muestra de simbiosis y de su unidad de hecho.

 

 

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