CULTURA
Libro antirracista secuestrado
por la Democracia «antirracista»
Por Natalia Segura
En el mundo donde nos ha tocado movernos, posiblemente el peor problema que hemos de afrontar consista en tener que vivir -mejor seria decir: en tener que sobrevivir- bajo el imperio de las imposturas de todo tipo.
Igual en la vida pública como en la esfera privada, lo mismo en el campo de la acción política -local o internacional- como en el pensamiento -político o filosófico-, tanto en el mundo laboral -como productores o demandantes de empleo- como en nuestra faceta de usuarios y consumidores... en todos ellos, nos vemos expuestos, permanentemente, y sometidos, en mayor o menor intensidad, a múltiples intentos -muchos ellos coronados con éxito- de estafas, engaños y falsificaciones. Si no lo más nefasto, este hecho sí es, con todos los deshonores, uno de los problemas más perjudiciales de nuestra época.
Tanto desde los frentes oficiales como desde los sectores supuestamente rebeldes e inconformistas, continuamente nos envían, y pretenden que aceptemos, unas mercancías que sirven, justamente, para todo lo contrario de lo que nos anuncian que sirven. Pues lo peor no es darle veneno a la gente, sino hacer pasar el veneno como alimento o medicamento.
La impostura se ha erigido en una especie de «norma constitutiva» de las sociedades actuales y, por tanto, en una característica esencial que, lamentablemente, impregna las conductas y el sentir de nuestros contemporáneos. Es ésta una situación que no dejan de notar muchas personas que, sin embargo, se han resignado a seguir con el rollo, queriendo creer cómodamente, por lo demás, que nunca se verán comprometidas ni afectadas de forma irremediable por ella, y que siempre podrán salir recuperados de engaños e imposturas sin más consecuencias que perder unos cuantos billetes o quedarse en ridículo si descubren el pastel.
Peores que todas las estafas económicas y que cualquier variante del timo de la estampita, más dañinos que la suma de todos los fraudes piramidales ocurridos o por inventar, son, sin duda, los fraudes políticos-sociales y las imposturas ideológicas. Alguno de nosotros, por ejemplo, hemos tenido que soportar encuentros –mejor decir encontronazos– con los activistas libertarios, a quienes vulgarmente conocemos como guarros, que se anuncian como defensores y reclamantes de la «Libertad», cuando, en la práctica, sus intervenciones más conocidas en la calle consisten, precisamente, en violentar manifestaciones «políticamente incorrectas», en practicar el matonismo para reducir al silencio a los últimos reductos contestarios, e imponer definitivamente el pensamiento único.
Determinadas acciones represivas que no pueden ejecutar abiertamente los cuerpos y fuerzas de seguridad del llamado Estado Social y Democrático de Derecho, las cometen esos matones libertarios, quienes, para mayor broma macabra, también les gusta publicitarse como enemigos de cualquier clase de «dictadura» o «autoridad». Otra impostura política que se demuestra en cada ocasión que actúan como guardia política del régimen, cada vez que aparecen como agentes auxiliares de la brigada político-social. Pero al igual que pasa con los libertarios, ocurre con un abanico de grupos y sujetos que van desde los luchadores por la libertad de la extrema izquierda, tan falsos como los luchadores por la libertad del Pentágono y del Partido Popular, hasta las autodenominadas fuerzas nacionales, o área patriótica, es decir, eso que conocemos como extrema derecha.
Para cualquier español inconformista o crítico, el más peligroso e irritante fraude para sus aspiraciones de una España, una Europa o un mundo mucho menos injusto y mucho menos corrompido que el que vivimos, lo representa la existencia de esos colectivos e individuos que han estado haciéndose pasar como inconformistas cuando son los milicianos del sistema, a su «derecha» o a su «izquierda». Pero lo peor, sobre todo, consiste en esos mismos rumbos políticos e ideológicos que siguen presentándonos como «anti-sistema».
Reseña de un desenmascaramiento:
«Tres Ensayos contra la Modernidad»
de Carlos Caballero
La reproducción por Ediciones Nueva República de «Tres Ensayos contra la Modernidad» de Carlos Caballero que aparecieron en los números 7º (otoño 1995) 14º (verano 1997) y 16º-17º (primavera 1998) de la ya desaparecida revista «Hespérides» (una de las mejores sagas de la pequeña disidencia española) significan un desenmascaramiento, sencillo de leer y completo en lo esencial, de dos de las mayores imposturas convergentes del presente. Imposturas convergentes porque, en sentido contrario pero complementario, las promueven por un lado las tribunas bienpensantes y políticamente correctas, y por el otro las supuestas fuerzas inconformistas o políticamente incorrectas. La primera de ellas es que el determinismo racial y los nacionalismos significan fuerzas de oposición radical al cosmopolitismo; y la segunda estafa es que las sociedades abiertas –como la famosa «globalización»– son contrarias a los nacionalismos o aspiran a una superación real de éste.
Es urgente desenmascarar estas dos enormes imposturas complementarias de la era contemporánea, que han tenido un éxito fabuloso –sin ir más lejos, es imposible conocer la historia reciente y la actualidad de nuestro país sin evaluar el impacto de los nacionalismos– y que reportan unos inmerecidos «pedigríes de lucha», tanto para el «frente» de los demócratas bienpensantes antirracistas y no nacionalistas, como para los nacionalistas –democráticos, progresistas, conservadores, radicales, fascistas...–.
En el primero de sus «Tres Ensayos», Carlos Caballero ataca al nacionalismo; en el segundo, al racismo. Pero los ataca sin partir, de ningún modo, de los discursos o modas culturales dominantes, sin echar mano de sus tópicos. Al contrario: al criticarlos en serio, al atacarlos a fondo, el autor nos descubre que no son fuerzas involucionistas que regresan del oscuro pasado para impedir la «marcha feliz» del progreso ni combatir el triunfo de las sociedades mundialistas liberales. Carlos Caballero consigue, en pocas páginas, demostrarnos lo que ambos bandos, supuestamente antagónicos, esconden a propios y extraños: que los nacionalismos –democráticos o radicales–, al igual que el supremacismo racial, se han asentado y se alimentan de los mismos presupuestos que la modernidad mundialista.
Los nacionalismos han nacido y se han desarrollado como compañeras de viaje inseparables de la mundialización. Ni el nacionalismo cuestiona las bases de la globalización liberal, ni ésta ataca las bases del nacionalismo. Ambos comparten y quieren imponer a todos los pueblos el mismo «destino» antropológico. Ambos fenómenos son dos caras de la misma moneda.
Carlos Caballero nos recuerda que hasta las últimas décadas del siglo XIX, nacionalismos, liberalismos y progresismos marchaban unidos ostentosamente. Es un hecho histórico que hoy, apenas, se tiene conciencia, pues intelectuales y «mass media» lo ocultan –u olvidan– deliberadamente. Pero esa simbiosis pareció quebrantarse cuando se acercaba el siglo XX. Un artículo de Maurice Barrés, en julio de 1892 en «Le Figaro», puede considerarse el pistoletazo de salida de una de las mayores y más exitosas imposturas de todos los tiempos: la oposición entre nacionalistas y cosmopolitas.
No se pretende aquí negarle a Barrés la parte de razón que tuvo en sus denuncias de la situación de Francia, ni mucho menos abrir un auto de condena a su figura –ha sido ya maldito de sobra–. Lo que se juzga en estas páginas es una reacción que, sin duda alguna, era vital emprender ante la deriva de las naciones occidentales, pero que se precipitó por el rumbo falso y estéril del nacionalismo, pretendiendo un carácter de ruptura hostil imposible con sus presupuestos originales y su desarrollo.
Unos textos muy incómodos para el «bando» de los nacionalismos
No dudamos que estos ensayos de Carlos Caballero son, como califica la editorial en la presentación, incómodos. Incómodos para la «Corrección política» dominante. Pero sumamente incómodos también para las milicias nacionalistas, erigidas en defensoras de las esencias nacionales justo para terminar de destruir los últimos vestigios comunitarios e identitarios de la nación real, al imponer una adulterada «nación ideal», depurada de elementos que no responden al prototipo convenido por ellos como típico, y no reconociendo más identidad, a los ciudadanos, que la estandarizada identificación nacional que los nacionalistas deciden imponer, convirtiendo y dejando así una nación lisa y atomizada, lista para ser entregada a las sociedades económicas multinacionales que tratan a todas las naciones como paquetes de acciones.
Con Caballero vemos que el nacionalismo, pese a su palabrería, es subsidiario ideológico del mundialismo occidental –por lo demás el único mundialismo que existe–. Es un hecho que comprobamos cada vez que encontramos a los grupos nacionalistas dirigir sus ataques, justamente, contra las identidades que han logrado mantenerse a salvo del cosmopolitismo; un hecho que corroboramos cada vez que les escuchamos unir en «indisoluble matrimonio» a nuestros pueblos con el mundo occidental; un hecho que ratificamos cada vez que esgrimen el derecho supremo de Occidente para erradicar cualquier resistencia de los pueblos a su dominio militar, cultural, tecnológico o económico; un hecho que confirmamos en todas las ocasiones que les vemos exigir el desarraigo completo para las personas que señalan como no genuinas o no idénticas a la individualidad señalada como típica del país. Lo que defienden, en definitiva, es lo mismo que las exigencias liberales: una masa de individuos sueltos y homologados ante el Mercado y el Estado.
Para nosotros lo peor, lo más indecente de la derecha radical y de los nacionalismos ha sido la confusión a la que han jugado desde siempre, anunciando ser contrarios a un sistema cuando por lo que dicen, por lo que callan y por lo que hacen, lo respaldan –hoy lo hacen incluso con menos disimulo que ayer–, así como las falsificaciones de conceptos –como «Patria», «Unidad» o «Tradición»– a la que, también desde siempre, se han dedicado con empeño.
Por eso, la primera diferencia que emerge entre nosotros y los abiertamente titulados «mundialistas» (neoconservadores, liberales puros, progresistas o libertarios) es que nosotros no le reconocemos a los nacionalismos –sean llamados «democráticos» o «fascistas»– ningún carácter de enemigos o de fuerzas contrarias al proceso que directamente promueve el mundialismo.
Por eso hemos insistido también en negarle a la derecha radical toda legitimidad para ser considerados fuerzas nacionales. Porque no son nacionales, es decir, no tienen una idea de la nación como conjunto integrador de cuerpos o sectores sociales, territoriales y étnicos diversos, sino como una suma, un «corral», donde todas las partes han de quedar subordinadas a los intereses y subjetivismos de una o de algunas de sus partes.
Las derechas radicales no defienden la integridad nacional: ellas son nacionalistas, que no sólo es distinto, sino radicalmente opuesto. Hace setenta años un político de nuestro país insistía que la palabra «nacional» era demasiado elevada para permitir que la utilicen aquellos en los que predominan los intereses de grupo o de clase. «Nacional» sólo podía emplearse para los que se dedicaban a la empresa común, para los que concebían a la nación como un «valor total fuera del cuadro de valores parciales».
Los nacionalistas invierten la situación: unos subordinan la totalidad de la nación a los valores parciales de una supuesta «voluntad general» que solamente representan ellos, claro; otros constriñen su devenir a una forzada «línea de la historia» inalterable que coincide exactamente, cómo no, con lo que ellos pretenden; y otros «sumergen» al pueblo entero en un recreado «ser nacional» fijo, en lo biológico o en lo cultural. Porque lo que ha revelado siempre el nacionalismo es eso: primero una teoría hipócrita de control absoluto, laminador y exclusivo de una tierra y de un pueblo, y luego de expansión e intenso desprecio imperialista. Tan pronto recurre a la voluntad general o la autodeterminación, como echa mano de la línea –única– continua de la historia, como esgrime la esencia verdadera biológica o étnica.
Para nosotros es también muy revelador ese rechazo visceral a la mera idea y disposición de asumir la nación como una integridad, es decir, como un todo relacionado de partes diversas que han de conciliarse y defenderse –es decir: integrarse–, y no verse apisonadas por la mayoría natural –o por la minoría envuelta en la bandera nacional– o por el núcleo central. La nación real es una conjunción de grupos, cuerpos y fuerzas.
Pero es, sobre todo, una unidad histórica donde encontramos tanto unas raíces y evoluciones compartidas como diversas, un espacio que ha sustentado un devenir y un contingente humano compuesto tanto de hechos diferenciales como de caracteres comunes, una agrupación sujeta tanto a necesidades e intereses generales, como a una pluralidad de demandas intermedias y particulares. Hechos, caracteres, necesidades, intereses... diferentes y comunes, que han venido interrelacionándose en ese conjunto histórico llamado nación.
Con anterioridad al proceso de disoluciones y uniformismos de la modernidad, «nadie concebía agotarse en la pertenencia a una comunidad nacional, sino que aparecía ligado a una "cadena de comunidades"». Este rechazo visceral, por parte de muchos de los autoproclamados nacionales antisistema, a ver la nación como una composición orgánica –es decir, viva– y no uniforme –inorgánica–, enlaza directamente con el rechazo y el discurso que han mantenido las fuerzas nacionales contra la propia existencia de partidos o el derecho a la discrepancia política.
Parece un rechazo suicida, pues, si se constituyen como una minoría adversa a la política y la cultura dominante ¿Cómo es posible que nieguen la facultad para remarcar un espacio político y cultural diferente a la «oficial»? ¿Cómo es posible que la minoría que discrepa de la mayoría, pida la disolución de minorías contrarias a los «valores de la mayoría»? Esto es literalmente absurdo. La única explicación es que todo consista, como hemos dicho, en una impostura, en una rebeldía virtual, que esos nacionales antisistema o inconformistas son «compañeros de viaje inseparables» del más estrecho conformismo y del sistema.
Entendemos que lo más incómodo de los «Tres Ensayos» de Carlos Caballero para los que han proclamado un «nacionalismo» opuesto al «cosmopolitismo» y al «internacionalismo», es demostrar que los nacionalismos y la derecha radical no son, ni pueden ser, enemigos del cosmopolitismo y del internacionalismo. Es cierto que, cuando el «novecentista» nacionalismo radical insistió que una cosa era el «país real» y otra bien distinta el «país oficial», abrió la puerta para que un sector de ese nacionalismo pudiera, más que evolucionar, revolucionarse, es decir, transformarse.
Así pudieron aparecer fuerzas nacionalistas más o menos conscientes de una enemistad sustancial con el nacionalismo a secas, con el nacionalismo que siempre ha servido como última excusa de los canallas para sacrificar a los pueblos –tanto a los propios que dicen defender, como a los vecinos odiados que quieren someter o aniquilar– en el matadero en defensa de intereses inconfesables.
¿Pero cómo han podido los nacionalismos aparecer como alternativa al mundialismo, cuando no discuten el contenido de éste, sino sólo las fronteras del continente? ¿Cómo han podido presentarse como respuesta política a los problemas de nuestros pueblos lo que deriva únicamente de señales de «pertenencias» naturalistas como la consanguinidad o el asentamiento permanente? Carlos Caballero también lo explica.
Sólo sumergidos en un clima de depauperación intelectual, un clima dominado por las simplezas del materialismo y de la filosofía positivista, y con un marcado individualismo, ha sido posible esta situación. Tratar de fundamentar toda la acción política y todo pensamiento en una circunstancia territorial o etnográfica, es propio de una época y unas poblaciones infantilizadas y positivizadas.
Caballero nos expone al «Positivismo» como padre común del supremacismo racial y de las demás ideologías de la modernidad. Concebir a las naciones como especies obligadas a un constante e inevitable antagonismo entre sí, es propio de la teoría de la evolución natural darwinista. Otra base común clave que comparten con sus hermanos detestados «mundialistas».
El nacionalismo, al subordinar el pensamiento y lo político a estas circunstancias descriptivas y superficiales, comete la misma inversión de la escala de valores que perpetran las ideologías que lo subordinan todo a los intereses económicos. Otro elemento que identifica estrechamente el nacionalismo con sus tan odiosas ideologías economicistas, liberales o comunistas.
Si el nacionalismo es la defensa biológica –es decir, reactiva, instintiva– del cuerpo social o nacional, debido a esta fuerza de gravedad, más tarde o más temprano acaba identificando la nación con el modelo social establecido, y se descubre completamente reaccionario.
Si el nacionalismo es la defensa de una línea histórica única, antes o después, asume los intereses y la ideología de los grupos de poder que han conseguido tomar el control en la nación.
Si el nacionalismo es la apología de la mayoría natural o de la voluntad general, acaba, lógicamente, desacreditado como minoría incongruente, y desarmado ante cualquier moda que se imponga.
Sería injusto olvidar que a lo largo de la historia han aparecido algunos nacionalismos revolucionarios o regeneradores que reaccionaban contra los males inveterados de su nación, y contra las fuerzas instaladas y dominantes en ella, que consiguieron alejarse de esa fuerza de gravedad que es la defensa instintiva de lo nuestro a secas. Pero tuvieron corto vuelo si mantuvieron la tara del nacionalismo. Porque si quieren mantener un empuje transformador o regenerador del cuerpo social y de su nación, que sea resistente a influencias disolventes o decadentes, tienen que desprenderse de la carga del nacionalismo, que les empuja a quedar atrapados en la aceptación y recreación de las miserias nacionales.
El nacionalismo acaba exaltando y convirtiendo en virtud las miserias de la nación, y descargando toda la responsabilidad de los problemas o de los errores en «agentes extranjeros». Así los males, los errores, los problemas, nunca son consecuencia de causas, agentes ni procesos internos, sino que se deben, siempre, a una «invasión», a los «cuerpos extraños».
Un libro antirracista tan incómodo...
que ha sido secuestrado por policías y jueces
de la Democracia «antirracista»
Pero como hemos señalado, los tres ensayos de Carlos Caballero no sólo son incómodos para el frente nacionalista y políticamente incorrecto que hemos descrito, sino que lo es para el frente de lo Políticamente correcto.
Basta señalar un hecho clave: no han sido los nacionalismos radicales ni fascistas, ni grupos apologistas del supremacismo blanco, los que han impedido la difusión de los «Tres Ensayos». No han sido ellos. Han sido las instituciones democráticas, es decir, el estamento oficial del «bloque opuesto», el frente antirracista, las que ha secuestrado este libro... un libro que ataca el racismo con fundamento.
Para nosotros esto constituye, más que una señal, una prueba de la suma incomodidad de las explicaciones de Caballero. Pero entendemos que el secuestro de este libro editado por Ediciones Nueva República –además de constituir una prueba contundente de otro enorme fraude, de otra siniestra patraña: que la Monarquía Parlamentaria y su España Constitucional es «un régimen de libertades públicas para los españoles»– es, sobre todo, una prueba que al frente antirracista le molesta profundamente una crítica fundada, real, de la xenofobia y del nacionalismo. Si a eso se añade que, posiblemente, también le molesta que se denuncie la Globalización –realizada por Caballero en su tercer ensayo– al margen de la antiglobalización autorizada por los mismos globalizadores, eso quiere decir que han matado tres pájaros de un tiro.
Porque como ha denunciado otro pensador incómodo –el francés Charles Champetier– a propósito de la tormenta y del escándalo que ha despertado el Frente Nacional «cuando dicen que todos critican a Le Pen, se equivocan: Le Pen no es criticado, sino “demonizado”: se le transforma en “figura del Mal”, como ocurre con Hitler o Stalin, precisamente para no tener que criticarlo en cuestiones sustanciales. Los intelectuales oficiales prefieren tocar la fácil partitura del Mal absoluto, reducirlo a una reacción afectiva de repulsión orquestada por los “media” ». Champetier mismo ha citado lo explicado por otro autor también incómodo, y por tanto también silenciado –el alemán Botho Strauss–: «Lo que el pensamiento dominante excomulga, en realidad lo cultiva, lo alimenta en grandes dosis y a veces incluso lo compra y lo mantiene. El rostro impasible del presentador y la boca vociferante del xenófobo forman la cabeza de Jano política».
Champetier ha explicado esta misma cabeza que señalaba Strauss «¿Qué alternativa se opone a la presunta “superioridad” de ese Occidente blanco y cristiano de los argumentos lepenistas? ¡La superioridad del Occidente liberal! Sostener la validez universal e imperativa de la ideología de los derechos humanos y de la economía de mercado, imponer a los inmigrantes su asimilación a un modelo considerado ejemplar –aunque todos sus pilares: Iglesia, escuela, partidos, sindicatos, ejército, sistema salarial, etc, se hallan en crisis–, oponer a la miserable argucia de una inmigración “racialmente indeseable” el argumento mediocre de una inmigración “económica y demográficamente útil”, todo eso significa ahora y siempre obedecer al mismo impulso de dominio de un Occidente que decididamente no alcanza a pensar al Otro, si no es términos de negación, expulsión o conversión (...) Las soflamas nacionalistas y los sermones universalistas vienen alimentados por el mismo deseo fundamental de homogeneidad (...) Nunca se hará retroceder a la extrema derecha defendiendo un sistema que por todas partes destruye las comunidades de pertenencia y de convivencia, que considera la competencia de todos contra todos como el modelo único de vínculo social y que eleva sin complejos su propia historia al rango de destino planetario»
Ésta es la razón por la cual el antirracismo mundialista y los nacionalismos xenófobos acaban prestándose ayuda uno al otro. No es, por tanto, un colaboracionismo meramente coyuntural, ni extraño, ni casual, ni contranatura.
El ejemplo del secuestro de este libro «Tres Ensayos contra la Modernidad» por parte de la policía y la justicia de la Monarquía parlamentaria, es para nosotros, no sólo una coincidencia de acción por parte de los bienpensantes antirracistas con sus supuestos contrincantes, los nacionalismos, sino otra muestra de simbiosis y de su unidad de hecho.
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